Almodóvar, maricón, ¿me dejas darte un beso?

'Al no encontrar consuelo en la realidad, los amigos o los amantes, Salvador Mallo lo busca en la ficción o en el arte a secas'.

La gloria consiste en permanecer uno, y prostituirse de una forma particular. 
CHARLES BAUDELAIRE,
Mi corazón al desnudo

Desgarrado, con el alma temblando de nervios y orgullo, sensibilísimamente, hemos abandonado la sala oscura como un recién nacido ensangrentado que, nunca se sabe si arrepentido o contento, llora por culpa de ese tierno y peligroso capricho llamado necesidad por sus progenitores, quienes padecen el hambre voraz, irresponsable, arrogante e inútil que son las ansias de trascendencia.

Ni comentario, ni reseña, mucho menos una crítica sobre Dolor y gloria. Esto será, con todo el snobismo del peor de los mileniales, no solo una apología del autor en cuestión, sino un testimonio de los sentimientos de un espectador peruano, como también podrían ser los de un guatemalteco o un islandés (el alter ego del cineasta, en un momento del filme, se pronuncia alarmado, casi indignado, por la recepción de una de sus obras: “Pero, ¿cómo ha podido tener éxito mi película en Islandia?”); en el mejor de los casos, es un documento de nuestra memoria y vivo amor por el Cine (como espectador). Sucede que este milenial no puede hacer otra cosa que emocionarse mucho ante ese creador sobre quien, hasta los críticos más exigentes y eruditos (y coprolálicos), ya le han reconocido en numerosas ocasiones pasadas. Entonces, ¿por dónde coger a un autor ya consagrado por su público, la crítica, los festivales y ahora implacablemente, desesperadamente, insolentemente por sí mismo? Tarea difícil si es que se quiere agregar algo nuevo (aunque nuestros ojos vieran algo realmente nuevo); sin embargo, arrimando la engañosa moderación, que siempre quiere ocultar, a su moderada esquina, nosotros también buscamos expresar, ocultándonos detrás de las imágenes, nuestros sentimientos y pasiones profundas. Lo hacemos con humildad, orgullo, respeto e infaltable arrebato, desde un escritorio prestado y compartido, sin esta vez advertir las críticas que la preceden y que seguramente la celebran como esos fuegos artificiales que el niño, eterno curioso, contempla alegre hacia el final de la película. Nos disponemos encararla con la misma descarada honestidad de aquel manipulador de sueños y mentiras, araña creadora de redes implacables y venenosas, quien lo arriesga todo a riesgo de verse envuelto en su propia trampa, víctima y victimario (la herida y el cuchillo, cantó el Poeta) de ese animal cinematográfico que lo contiene: Pedro Almodóvar Caballero.


Filosofía. 'Los días que tengo muchos dolores creo en Dios; los días que tengo solo uno, soy ateo', nos confiesa Salvador Mallo, alter ego del cineasta español en Dolor y gloria.

SALVADOR EN EL LIMBO
Después de no sé cuánto tiempo, nos vamos con la impresión de haber visto algo más que una película. Otra vez: la vida misma. Nuestro mundo interior diluido en las imágenes de enfrente que no se detienen y pasan rápido. Almodóvar ha vuelto a tocar la vida disecando su alma de niño y el pellejo de su cuerpo de viejo para colgarlos en el cordel de la verguenza y del orgullo. Como casi siempre, el autor entretiene, conmueve, apasiona y nos parte de risa y, como si esto fuera poco, esta vez va mucho más allá. Pasados los primeros minutos, el autor parece hacer un repaso de todos aquellos estados espirituales que su filmografía registra, es decir, de su evolución como cineasta y sus diversas temáticas; también pareciera ser el retrato de un periodo muy oscuro por el que pasa su protagonista, el director de cine Salvador Mallo quien, a través de la evocación de una infancia idílica y el reencuentro con las amistades y amores del pasado, parece pretender eso que nos pasa cuando viejos y nos quedamos solos: amistarnos con el mundo, con todo el mundo si se puede, porque hemos mejorado o por cobardía, quién sabe; o, simplemente porque ya no se puede soportar más, buscamos amortiguar las culpas pasadas a ver si nos ayudan a resistir. Salvador Mallo parece buscar una suerte de refortalecimiento del alma o el autocomplaciente ‘volver a encontrarse a sí mismo’. Pero su Creador, a pesar que su alter ego lo manifiesta a lo largo de toda la película, está muy lejos de ser una persona débil, anciana y miedosa. Su genio creativo parece prohibírselo. Almodóvar se sabe un auténtico dios. En ninguna película lo manifestó tanto. Pero un dios que no sabe aceptar sabiamente el retiro y parece reclamar, perversamente como el nazareno clavado en la cruz, más súbditos que lo quieran, admiren y mimen recordándole que es el mejor y que no arruga: todavía es capaz de ofrendar, a vista de todos, el milagro del pan y los peces. 

Almodóvar (Mallo), al igual que en sus años más furtivos de fama, cocaína y arte, tal y como lo narra Dolor y gloria, sigue sin dormir. Padece la nefasta lucidez del insomne. Pero ahora por diferentes razones. Lo que en su juventud fue trabajo de negro en pos de su invención y obra, ahora es reemplazado por la constante desgana, la serpiente mordiéndose la cola, del ocio. Desocupadísimo, sufre la enfermedad de la jubilación. El vacío. Un vacío que trata de llenar con recuerdos de una infancia que se empeña en idealizar porque no está libre de aspavientos. Otro de sus métodos para escapar al dolor es la vuelta a la droga (nuevamente el cineasta yonki). Una droga que invita al ensueño de esa infancia ideal. Muchas de sus remembranzas vienen, precisamente, después de esnifar un poco de heroína. Pero, además de recurrir a la droga para poder seguir de pie, Salvador recurre a otro vicio más: los libros. Almodóvar (Mallo) no deja de devorar novelas. Y no es por pura glotonería imaginaria. Aquellas novelas gordas que aparecen constantemente en el filme, cuyos títulos y autores aún no tenemos el placer, consiguen desvelarlo porque, al no encontrar consuelo en la realidad, los amigos o los amantes, lo busca en la ficción o en el arte a secas. En este sentido, la película es delirante. Es como ese surtido de pastillas que Salvador mezcla en un vaso con agua todos los días1. Almodóvar hace exactamente lo mismo con su ficción, se toma todas las licencias posibles, y lo hace para reafirmar su identidad como también para reinventarla. E inventariarla, también, cómo no. Como ya mencionamos, por aquí desfilan la mayoría de almodóvares pasados, su colección sentimental extraída de la mal llamada 'cultura de la basura', su cinefilia, sus divertimentos frívolos, etcétera y no solo su admirable, sino afilada inteligencia. Pero vamos por la droga. Por un lado, está la relación entre la droga y el ensueño; por otro, tenemos el atractivo binomio: ficción/drogadicción. En una escena, fiel a esa irreverencia suya que nos encanta tanto, después de su primer ‘viaje’ con el ‘caballo’, Almodóvar comete una de sus locuras: decide montar su propia voz sobre la de su alter ego interpretado por Banderas. Luego, claro, la voz de Banderas regresa, pero el autor ya nos mandó un beso volado. Es una forma que tienen los autores para subrayar lo extremadamente personal que se están tomando la obra en cuestión. Lo hizo Fellini en la escena final de Los inútiles; lo hizo Scorsese en la escena inicial de Malas calles. Ambas películas de iniciación, nos cuentan quiénes fueron o con qué soñaban antes de convertirse en los legendarios directores que habitan en nuestra memoria. Ahora Almodóvar imita a sus maestros, que son sus iguales, en una película, a todas luces, terminal aunque no vaya a ser la última. 

Entonces, mucho más que paliativos, la droga, la memoria y las ficciones lo ayudan a seguir caminando, a tratar de burlar a la atávica Muerte, vieja amiga, quien anda detrás de él y pisándole los talones. Y Mallo (Almodóvar) se caga de miedo. Su muerte muestra sus retazos o, mejor dicho, se pronuncia en una secuencia 3D. Aquí Salvador enumera todos sus dolores corporales producto de la vejez y cuya estética (una especie de recorrido animado estilo rayos X pero a color) nos revela que el cuerpo es otro cerebro que piensa y que las ideas, sentimientos y estados de ánimo salen de nuestros órganos. Como peruanos, esto ya lo sabemos porque estamos familiarizados con las glándulas endocrinas y yeyunos; por culpa de la bragueta; de ese nuestro desgraciado mono, que también es nuestro Padre, y que solemos buscar en la palma de nuestra mano o en el ideal de nuestros bolsillos rotos. El Millonario Almodóvar, lo mismo que el Miserable Vallejo, está enfermo, grave.  


Eterno curioso. El pequeño Salvador, libro en las manos, mirando atento y de frente al ideal masculino de belleza 'almodovariano'.

LA FIEBRE DE LOS DIOSES
Almodóvar (Mallo), al igual que el Minotauro en su laberinto, pareciera una víctima a la espera de su asesino y libertador. Sin embargo, no sé cómo ha hecho para volver a salirse con la suya. No sé cómo ha hecho para volver a escaparse de Teseo. Perdido ahora en otra pieza del laberinto, el autor rinde tributo al Útero de la Humanidad que lo ha mantenido en pie y única razón: la Creación. Y lo hace de rechupete.2

El autor ha conseguido algo verdaderamente extraño para la gran mayoría, pero que es propio de él y sus mejores filmes: ha vuelto a poner a la Vanidad sobre sus rodillas, a su servicio, y no al revés. Por fin podemos atisbar cómo es la vida de un director de cine demasiado exitoso pero en decadencia, a través de conversaciones o situaciones banales. En la película nos hemos enterado lo solicitado que sigue Pedro (Salvador) no solamente por los actores y actrices sino por el mundo del arte. Todos, todas y todxs quieren jalarlo de las mejillas, consentirlo, pero él, víctima esforzada en victimizarse, los ignora, se rehúsa a complacerlos, prefiere refugiarse en los pabellones mentales del dolor y la gloria. No quiere prestar los cuadros de arte que decoran su sala, solicitados por el Guggenheim, porque “son lo único que le queda en la vida”. Estas frivolidades de gigante egoísta siempre nos han parecido entrañables. Y en esta película está más entrañable que nunca y consigue aquello con lo que todo autor sueña: hace desaparecer nuestro yo-espectador para convertirnos en cómplices. Película de interiores (interiores laberínticos espirituales, quiero decir), hemos estado a punto de romper a patadas la butaca de adelante por pura neurosis, interpretando, viendo y viviendo a la vez, cómo funciona la cabeza de un genio que nos alarma con su pueril humanidad (como la de cualquiera), pero que adoramos por su forma de narrar las historias e intimidades, casi sin pudor, y que siempre, siempre, nos hacen reír3. Recuerdo con claridad, que no habían pasado ni dos segundos apenas iniciado el filme, repito: ni siquiera 2’’, y ya una sonrisa, con voluntad propia, rebelde de su dueño, había comenzado a estirarse en su rostro. Y no es la primera vez que le sucede con este autor. Como ya saben, el autor también domina el tema de los rótulos cinematográficos y su diseño. Y ellos anuncian en lo que nos vamos a convertir a lo largo del filme: un cuadro expresionista abstracto. O varios de ellos. Todos los posibles. Cuántos más, mejor. Una sensación de regocijo perverso, apenas comenzaron a correr los créditos iniciales, se apoderó de nosotros. Qué misterio. Qué misterioso es el cine para operar de tal forma, en tan pocos segundos, en nuestro cerebro. Y eso que fuimos limpios, vacíos de contenido, se diría que entramos casi puros a la sala oscura... Refocilarse, es la palabra correcta. Nuestro espíritu se refociló, intuyó todo sin haber visto nada todavía. 

Entonces, la película abre con un Salvador 'en suspenso', dentro de una piscina (el vientre de la madre) y, con los ojos cerrados, se sumerge en sus recuerdos.  


La cueva. Al pequeño Salvador no le causó ninguna gracia mudarse a una cueva. Sin embargo, es allí donde se haría consciente y aprendería a vislumbrar las sombras de lo real. 

LA VERDADERA PATRIA
Empeñado en reconstruir, insistentemente, un pasado ideal, ¿tan triste fue Almodóvar cuando niño? Sin duda, el autor ha debido sentirse muy solo. Seguramente, era muy travieso (así lo testimonian) no solo para llamar la atención sino para que se den cuenta que, todavía atrapado en el cuerpo de un infante, el muy pendejo ya pensaba como adulto. Y que sus travesuras eran una forma de burlarse de los mayores, siempre banales, ignorantes, falsamente maduros y aterradoramente infantiles, a quienes seguramente ya miraba por encima del hombro mientras correteaba soñador, con la imaginación al viento, sobre el campo abierto y bajo el inclemente sol de La Mancha. Por ello, durante la película, como una ironía o una travesura más, el realizador convierte a su pequeño Salvador en el profesor de un adulto que no sabe leer ni escribir. Pero no se trata solamente de una broma. Es uno de los grandes detalles narrativos que tiene la película. Constituye algo así como su espíritu o un núcleo muy importante. Veámos por qué. 

Radiantes, los recuerdos de Salvador adulto son imágenes en las que lo bello está impregnado en todo lo cotidiano. Sobre la superficie del río, en las mujeres que ríen y cantan, en la ropa tendida sobre los juncos; en las plantas del macetero, en los azulejos, en el peinado del niño, en su mirada, en la luz que ilumina los interiores de la cueva de paredes blancas; desde su abismo, basta con elevar la mirada para ver el cielo, el sol y las nubes... Pero, sobre todo, y aquí está el fuego (la fiebre de los dioses), en el alumno del pequeño Salvador, el albañil analfabeto con los dientes del centro separados, quien no es otra cosa que una metáfora de la condición ontológica de La Belleza, siempre inconsciente de sí misma. Antes de que la gran visión se nos revele, el pequeño Salvador está solitario en el patio leyendo un libro, bajo el sol. Y lo quema como un Ícaro. Le da fiebre y desfallecemos junto a él, después de contemplar, obnubilados, el cuerpo desnudo del bruto hermoso. Modelo esculpido por la sensibilidad de un autor que se mordió los labios con Un tranvía llamado deseo, el sudor de la camiseta de Brando habita todavía en sus sueños, y todo su hedor se ha materializado en su vulgo ideal. 
Pasa demasiado tiempo. O, quizá, el que debió pasar, el justo. Escondida por pura necedad de su campesina madre (o, quizás, porque sí se daba cuenta), una carta llega puntualmente a manos de Salvador, cincuenta años después. La encontró en una galería de arte, porque está escrita en el reverso de una pintura. Llevan la firma de la belleza, su antiguo alumno, quien le agradece al maestro aplicando las herramientas que, alguna vez, le enseñó: el uso correcto del alfabeto. Aquella tarde en la que el niño cayó fulminado por una fiebre de Erotismo, el albañil, todavía analfabeto, le hizo un retrato en acuarela: el pequeño Salvador está sentado, ensimismado; sus manos sostienen un libro abierto. 

Al final de la película, cuando el niño y la madre se van a dormir en el recuerdo, el Tercer Ojo se abre. La razón se cae por los suelos. Despierta. Pero el espejo no se rompe. Al contrario. La película, que había tenido una apariencia caótica, se unifica y adquiere un nuevo sentido. La maternidad, la infancia, el sueño, la ficción y la ficción dentro la ficción; Salvador filmando la última escena que es la penúltima escena de Almodóvar. El encuentro sublime de todos los hilos, de todas las correspondencias.

¿Quién había estado haciendo de Prometeotodo este tiempo: la Creatura o el Creador?

Expresión de madre que arrulla a su recién nacido en la sala de parto, el filme no solo conmueve sino que contagia la euforia de una auténtica fiesta. Sin dejar de mencionar el dolor y gloria de este feroz alumbramiento, más 'almodovariano' que nunca, y cuya placenta también queremos conservar. 

Estas razones, y muchas otras más (de orden estético) que no hemos alcanzado a mencionar, pero que también tienen que ver con la memoria y biografía individual de cada quién, ficcticias o no, hacen de Dolor y gloria una verdadera orgía de la Imaginación; un exquisito banquete sobre la mesa de la Creación.


Amor puro. Cuando niño, Almodóvar ya lo había visto todo: sol, flor, fuente y surco. 


NOTAS

1 Acabo de encontrarme, de casualidad, con esta metáfora que, me parece, es precisa para describir algunos de los avatares y recursos de la ficción y creación, (pero, un momentito, ¿qué se yo de creación?) de los que el autor se ha podido valer. Sobre el desgaste y recompensa a la que puede conducir a nuestro espíritu la práctica y el ejercicio de la creación. Si Almodóvar ha conseguido salir airoso de esta compleja película es porque la farmacia (legal e ilegal) lo ha ayudado: le ha permitido mantenerse en estado de gracia. El autor se sigue sacrificando a su manera.
(Es verdad que corro el riesgo de estar absolutamente equivocado puesto que nada nos garantiza que Pedro Almodóvar haya recurrido nuevamente a la droga ilegal de verdad, pero bah, qué más da. No me molesta patinar y caer en el juego, precisamente, de eso se trata y la verdad es que me estoy divirtiendo).
Esta mezcolanza de pastillas que Salvador pica y luego vierte en un vaso de agua, son drogas recomendadas por su doctor y que le ayudan a sobrellevar los problemas físicos propios de la edad. Sin embargo, también le hacen daño puesto que son medicamentos fuertes. Es decir, son un momentáneo alivio que también le pasa factura. Lo típico: te pepeas en beneficio de, pero en perjuicio de esto otro. Paralelamente a estas dosis, Salvador le entra a la heroína, droga que lo conduce al ensueño, o duermevela, que le permite acceder a la infancia ideal representada que vemos en pantalla. Entonces, ambos productos influyen, de manera tajante, sobre su cuerpo y psiquis. Y como ya advirtió el autor en la secuencia en 3D, el cuerpo también piensa. Por lo tanto, toda esa basura que se mete al cuerpo ha tenido que, necesariamente, influirlo. No creo que sea ninguna casualidad que relacione la heroína, el sueño, la fantasía y el recuerdo en el mismo vuelo. Los efectos de la droga se asemejan a los delirios de nuestro ego e imaginación.
En el primer caso, el de las pastillas, me provoca interpretar su número, colores y propiedades como los numerosos recursos, ficticios o no, de los que el autor se vale para contar su historia. No solo nos cruzamos con ficciones pasadas del autor que parece resucitar ante nuestros ojos, sino otros pedazos de las más variadas realidades: homenajes a películas ajenas, citas reescritas de otros autores en bocas de sus personajes, extractos exactos de entrevistas realizadas al autor o a su madre, coloca los nombres verdaderos de sus famosos chicos y chicas almodóvar sobre otros actores nuevos, como guiño y como confusión; guiño para el espectador cómplice; confusión para el crítico que todo lo quiere señalar y relacionar; también monta su propia voz sobre la de su alter ego; libros, pinturas, películas nunca dejan de aparecer…si seguimos esta camino corremos el riesgo de no terminar nunca, sobre todo, si nos proponemos enumerar todas las relaciones, dentro y fuera de la ficción, de la vida y obra de Almodóvar.  
En el segundo, el de la heroína, es el delirio imaginativo que la droga lo hace alucinar y que tiene que ver con sus recuerdos, y que sumerge al genio en el sueño profundo. Al despertar, después de su visita al otro lado de, el genio se pone a crear.

Alegría entonces para el espectador común. Y para el espectador atento, sobre todo. Ese que conoce la importancia de llegar al cine desde el Mundo Cero. Un mundo en el que lo único que se conoce de la película, que está por presenciarse, es el afiche. Ahora que digo la palabra ‘afiche’, recuerdo que cuando lo vi por primera vez tuve una erección espiritual. Me emocionó reconocer, en la sombra gorda, la silueta del rostro de perfil del Creador desprendiéndose de su Creatura, que mira hacia abajo como quien ojea su inferno. ¡Oh, Dios! ¿Sería cierto lo que anunciaban las voces desde tierras lejanas? ¿Sería cierto que este era el gran comeback del director manchego? No lo quisimos oír por esta vieja costumbre de vivir en el Mundo Cero, pero ¡Óle! ¡Matador! Te fuimos a ver al ruedo, desde el tendido, y vaya tirada que te has mandando en esta nueva jornada. Desde Acho aplaudimos tu bravura, tu gallardía, homosexual maravilloso.

Cuánto me he reído solo de ver a Banderas usando las zapatillas de Almodóvar. Y sus gafas negras, y sus camisas. Es demasiado gracioso. Y claro, hasta sus gestos. Pero ese ya es el arte de Banderas, que ha conseguido la simbiosis con su realizador. Efímeros gestos de dolor. Baja un poquito la cabeza, la ladea ligeramente cuando se siente culpable, retrae los párpados, como un niño avergonzado que busca ocultarse en el momento que está dando la cara. Y también cuando hace sus berrinches. El mismo tono voz que podemos imaginar en un Almodóvar que grita ofendido. En la escena que se vuelve a pelear con el actor, cuando ya se habían reconciliado después de más de treinta años, por una tontería que su genio no le permite aceptar. La ley del deseo (Sabor –vaya título– en Dolor y Gloria) es una película clave del realizador, apreciada por el público, bandera del cine queer, película valiente y bella; sin embargo, sigue molesto con su actor porque nunca se sintió representado. La escena previa a la pelea entre ambos, la de la conferencia vía celular, es de lo más hilarante que he visto en su cine. Denota una actitud tan caprichosa y engreída, tan de seguir jugando, ya viejo, al artista incomprendido, al mismo tiempo que se zurra en la solemnidad de tales acontecimientos públicos, que uno no puede estar sino de su lado.
Entonces, el homosexual de sexo masculino, que nos ostenta la soledad de sus de Chiricos en las paredes de su sala, sigue usando zapatillas de jovencito. A eso se le llama, a pesar de los méritos, golpes y 69 años encima, tener personalidad. Puede que parezca demasiado tirado de los pelos, pero no importa. En esas zapatillas yo veo muchas cosas. Como, por ejemplo, creo que, hasta ahora, Almodóvar no ha cedido ninguno de sus guiones a Hollywood. A pesar de las consecuencuias que ello le ha podido acarrear. Vanidoso a rabiar e inseguro como una mujer bonita, Almodóvar no se vende. Las zapatillas, creo, me parece, quizás es algo que yo solo quiero creer, son un reflejo de eso. Lo que me parece interesante es como de una observación tan banal, se puede llegar a interpretar ciertas actitudes que no necesariamente se cuentan, o se cuentan de otra forma, en sus realizaciones. 

Benefactor de la humanidad. Famoso por robarle el fuego a los dioses que nos lo querían negar. Escueleó a Zeus en dos ocasiones. La otra sucedió cuando le vendió gato por liebre (huesos en lugar de carne de buey), ganándose así el título de Titán rock star de la mitología griega por su soberbia rebeldía. El Fuego (la creación) y el Sacrificio (requisito para la creación), son dos de los temas fundamentales de Dolor y gloria.  

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