En el nombre del mar

En la sierra al mar se le llama Mamacocha, donde empieza y todo termina para volver a iniciar.

Me atrevo a decir que todos los limeños, al menos los que tuvimos la suerte de brotar cerca de la costa, tenemos una relación íntima con el mar. Como les conté, viví toda mi vida en Chorrillos, a dos cuadras del malecón, por lo que la playa y todo lo que viene con ella tiene un significado único e irremplazable para mí.

¿Qué significa? Trataré de esbozarlo en esta historia. Diré primero que mi relación con el mar empezó literalmente en la barriga de mi madre, porque ella, gran playera, no dejó de ir embarazada de mí en el año 1984 a la Herradura de Chorrillos. Por eso cuando salí el mar me era tan familiar como ella, y no ha dejado de serlo, tanto que desde Cusco, lo que más extraño de Lima es el mar y mi querida madre, que a veces pienso que son la misma cosa.

En la sierra al mar se le llama Mamacocha. Es donde empieza y todo termina para volver a iniciar. La Herradura, en Chorrillos, es mi Mamacocha principal. Tiene que ver supongo con que los espacios se vuelven sagrados por lo que vivimos en ellos.  La Herradura se colmó de mis mejores días de infancia y adolescencia, primero con mi familia, comiendo Copacabanas de D´onofrio, huevos duros y panes con tortilla que mi madre preparaba en la mañana antes de partir. La Herradura era esto, el maleconcito donde podías ver a las chorrillanas más bonitas en bikini, comer tu chup de fresa, raspadilla o tomarte una Coca-Cola heladaza entre chapuzones.

Cuando crecí llegó el instrumento que cambió mi vida, después de la pelota y antes que la guitarra: la tabla. No recuerdo qué año fue pero mi hermano mayor recibió por Navidad una Morey Boogie color azul. Como muchas veces, mi hermano Rafael accedió a tantas cosas primero, por cuestión de edad, que legó a nosotros –tengo un hermano menor también– y nos transformó.

La tabla llegó a mi vida y tenía el parque de diversiones que era la Herradura y toda la costa verde. Todavía no iba al sur. Empecé a correr olas con Lucho Reus, mi primer mejor amigo, al que también le entró el feeling por el surf. Entrábamos tímidos para agarrar los espumones. Creo que nunca había entrado al fondo del mar, salvo una vez, muy pequeño, en el Silencio, sobre los hombros de mi padre. (Me siento ahora sobre él, mientras caminaba y se hundía cada vez más, y una parte de mí quería que se detenga por el miedo, pero otra quería seguir y llegar hasta el horizonte con él).
 


Surfistas corriendo olas en la Costa Verde de Lima. / Foto: Javier Gragera

La primera vez que entré al fondo del mar por mi cuenta fue con mi primo Paolo. Cuando a Lucho se le fue la moda mi primo entró con todo, más surfer que cualquiera a llevarme al más allá. Así entré al fondo de la Herradura por primera vez y vi olas grandes de verdad, reventando en tubos descomunales. Después entramos a la Isla de Punta Hermosa, qué olones… Claro que me daba miedo. Siempre se decía que al mar hay que tenerle respeto y ambas olas me dieron mis primeras clases revolcándome, haciéndome tragar agua y mostrándome la fuerza oceánica de la naturaleza.

Mis viejos, en su infinito esfuerzo pese a que no había plata en la casa, me compraron una vieja tabla hawaiana brasileña marca Armadillo. Era una tabla fea, llena de huecos mal parchados, pero para mí era la mejor tabla del mundo. La compramos en una tienda de artículos de playa por la avenida Huaylas y me sentía un surfer de verdad cargándola hasta mi casa, sin saber bien qué hacer con ella.

Entonces, sin falta, aún en días de invierno, Paolo y yo nos íbamos a surfear. Nos situábamos temprano en la bajada de Agua Dulce a tirar dedo y nos jalaban en las tolvas de las camionetas. En esos días de frío realmente aprecié la ropa seca y las galletas Animalitos al salir del mar. Luego llegábamos a la casa y mi tía, la madre de Paolo, nos decía siempre: “¿Cómo le fue a los olos con la olas?” (En casa me dicen Manolo, y no Manuel). Luego nos daba de comer doble porque correr olas te vuelve devorador. Esos días han sido de los mejores de mi vida. Gracias primo, gracias tía.
 


Surfista en la playa de San Bartolo.

Así fue mi relación con el mar, gracias al surf, a la familia, a los amigos, a la Herradura. Luego la vida me llevó a Cerro Azul donde corrí olas soñadas y acampábamos con mi tío Ito, hermano de mi madre. Estar con él y con Paolo, por el día corriendo olas y por la noche mirando las estrellas, escuchando el unplugged de Eric Clapton, hizo que Cerro Azul se convierta en una de las playas que más amo.

Pero pasaron los años. Entré a la Universidad y como muchos, me desconecté de mí. Engordé, dejé la tabla y la guitarra. Fueron esos años en que las cosas en la casa se pusieron mal, aunque eso es otra historia. Lo cierto es que resulté bien y en gran parte se lo debo al mar, porque me dio desde el comienzo un lazo irrompible con la naturaleza.

Curiosamente, cuando dejé Lima ya no iba mucho a la playa, salvo para ir a Punta Hermosa a juerguearme en Dragón del Sur. Intenté 33 veces volver a surfear, pero me quedaba con el cuerpo molido, no tomaba ninguna ola y salía frustrado. Sentía que mis días en el mar habían terminado. Paolo seguía corriendo y siempre me decía: “¿Qué clase de surfer eres que no corres olas?”, medio riéndose, medio en serio. Confieso que me daba roche verlo. Yo ya no estaba en mí.

Al año de vivir en Cusco de repente estaba mirando videos de tabla en YouTube. Soñaba con olas, con tubos, con Indonesia, con la Herradura, con mi tabla, con el olor a cera de coco. Extrañaba tanto el mar que dolía. Sentía pérdida. Entonces me prometí que volvería a correr olas. Todavía había tiempo.

Mi novia y yo decidimos parar un rato la vida en el Ande y nos fuimos tres meses del 2013 a Los Órganos, en Piura. Es un lugar muy especial, por su familia, para ella, y se convirtió también especial para mí. Estábamos misios y trabajábamos tocando en Máncora (lo cual fue bravazo), y por el día la hacía de mozo en un restaurante de Menú llamado “Jimmy” donde me llamaban por mi segundo nombre, Alejandro. Pero tenía esas olas para mí, las pinturitas del norte, de lo mejor que hay en el mundo a metros de la cabañita que conseguimos y así, como en un cuento, la pudimos costear toda. Recuerdo a mi mamá, cuando nos visitó y me vio de mozo: “Qué loco hijo, profesional y todo trabajando de mozo. Es como si estuvieras empezando al revés”. No lo dijo mal, al contrario, y lo entendí. Claro, estaba volviendo a empezar, porque como les dije, en el mar todo empieza y todo termina para volver a empezar. Los Órganos fue el nuevo comienzo y mi retorno oficial.
 


Vista panorámica del balneario de San Bartolo.

Como dije, mi hermano mayor fue el que hizo grandes cosas por mí sin pretenderlo. Se mudó a San Bartolo y por eso este balneario se convirtió en mi nuevo point cada vez que llego a Lima. Ahí me quedo y bajo a surfear, por la mañana y después por la tarde, como en los viejos tiempos. La Herradura se murió: la destruyeron y eso lo saben todos. Eso me duele hasta hoy. Pero la familia, el sol, la paz y la energía divina siguen intactas y ahora lo he encontrado en San Bartolo, con mi hermano y la tabla.

Hoy desde Cusco tengo una relación saludable con el mar. Me entra de la nada una fiebre playera y extraño fervorosamente las olas. Mamacocha llama y cada vez que veo en Cusco algún río o laguna limpia me tiro para sentir sobre mí su infinito abrazo. Ahorita, desde Urubamba, estoy en ese momento. He compuesto canciones al mar y algunos poemas, pero frente al océano mi obra siempre estará inacabada y eso está bien. Siempre habrá motivo para seguir buscando el sonido.

Hermanos limeños, ustedes hoy viven pegados al mar y sé, por lo que me dicen, que no pueden más con el tráfico, con Castañeda, con la chamba y que no hay tiempo para nada. Creo que hay tiempo para todo y si lo encuentran, vayan al malecón a las 5.30 de la tarde. Dicen que la magia ocurre cuando se encuentran el sol y la luna. Entonces el mar repondrá todas sus fuerzas.

 


Puesta de sol vista desde los malecones de Lima.

Disculpen si esta parece una historia sobre mí, pero otra vez vuelvo a sentir que podemos tener historias similares, aún con hechos diferentes. Tal vez la modernidad nos está alejando de la esencia de las cosas y está enfriando nuestro corazón. A mí me pasó y a mucha gente que conozco, le pasa. Cusco me devolvió los latidos y ahora corro mejor que antes, sin miedo –con respeto– y me divierto sin pelear olas con nadie ni alucinarme en campeonatos. Es solo vacilar. Me costó volver al mar y paradójicamente volví al mar en la sierra.

No hay que esperar el verano para conectarnos con la costa: Mamacocha está ahí, todos los días, suspirando por calmarnos y darnos –otra vez– la vida.

Y tú, ¿cuál es tu historia con el mar?