La cliente "un millón" del Parque de las Aguas | Crónica urbana

Con nostalgia, miedo y rabia, la vida sigue. Mi privilegio me permite elegir salir para dar paseos, y a veces uso ese comodín. Como parte de este reaprendizaje ciudadano en una Lima aún más invivible, quedé con un chico para una cita peatonal.

La ruta inicial fue de “Linsidro” al Centro de Lima. No estábamos tan convencidxs del escenario. La avenida Arequipa no es precisamente un lugar bonito para pasear, pero algo nos hizo decir que sí. Había salido el sol y, empezando por Mariscal Miller, la suerte nos bendijo el recorrido mostrándonos una placa homenaje a los Saicos y regalándonos instantáneas de las rejas de las quintas. Hicimos una parada en el Centro Comercial Arenales como atractivo turístico de interés. Salimos a la Arequipa, pero confirmamos nuestras sospechas. Volvimos a Arenales.

Un minuto de silencio en las oficinas de Essalud y su monumento a la desidia. Nos pegamos con un esqueleto de ballena suspendido en el Museo de Historia Natural de San Marcos. Volvimos a la Arequipa porque Arenales se puso aún más hostil. Sobre la acera izquierda, observamos el canal 5. Nos lamentamos, riendo, por la fama de Chibolín. Sobre la acera derecha, alucinamos que el Instituto Italiano de Cultura podría tener un bar en la terraza, un excelente lugar para un tonazo. Nos preguntamos la edad de un edificio gris, e imaginamos sus olores. Hicimos bromas sobre el comercial del monstruo en computación de IDAT y, al pasar por sus rejas verdes con cerco vivo, un magnetismo nos hizo llegar hasta una puerta del Parque de la Reserva.

Aún no sabíamos que era nuestro destino, pero preguntándole al guardián, nos enteramos que podíamos entrar por la puerta que da al Estadio Nacional. Prestándole más emoción al cine Roma restaurado, yo no estaba muy convencida de la idea. La verdad es que siempre odié el Parque de las Aguas. La obra de Castañeda me parecía un derroche de recursos. Populismo a borbotones. Un espectáculo efectista. No dije nada de esto. Pero Mario estaba emocionado. Me lo dijo. Me conmovió.

A medida que nos acercábamos a la puerta todo se ponía más bonito. Hasta el sol brillaba más. Y en adelante cada cosa que pasó superó a la anterior. A cinco metros de la entrada, uno de los trabajadores del parque nos recibió con un megáfono, dándonos indicaciones de distanciamiento y toma de temperatura de rigor. Yo no pude evitar poner cara de simia sorprendida al ser escaneada por una cámara térmica. Pudimos pagar con tarjeta las entradas, aliviadxs, y siguiendo el recorrido, señalizado con vallas y stickers en el piso que recordaban la distancia, llegamos a nuestra primera parada: el caño.

Nunca antes había visto una estación de lavado de manos tan bien cuidada en un lugar público. Fui simia otra vez: intenté apretar el dispensador con el codo. Una mujer me indicó, por megáfono, que era automático. Nos reímos. Para esto, el parque estaba casi desierto. El personal nos sobrepasaba con bastante ventaja a lxs visitantes. Como bien dijo Mario, ansiosxs por demostrar que se sabían completito el nuevo protocolo, nos recibieron como si fuerámos el cliente “un millón”.

La primera pileta me hizo olvidar todo mi odio hacia los alcaldes. Algo se empezó a abrir en mi pecho, como una flor. La emoción de estar por fin entre árboles. Solo con el sonido y las formas del agua. Tener toda una locación de la Lima de antes a nuestra disposición, pisar los pasos de miles de espíritus, que en mundos paralelos, paseaban con nosotros. Las esculturas, las bugambilias, el contraste del turquesa del fondo acuático con los pisos de mármol, los eucaliptos símbolos del tiempo. Emocionada, como una niña, por el chorro de  agua del tamaño de un edificio, me escuché declarar que quería terminar mis días como Forrest Gump trabajando gratis en el Parque de las Aguas.

Mientras Mario hacía bromas sobre la música clásica a todo volumen que les ponen a las fuentes y descifrábamos sus coreografías, un pasante medio fantasma que no habíamos registrado hasta el momento nos dijo: “Las cuatro estaciones… de Vivaldi”. Nos tomamos excelentes fotos, imitando a una quinceañera y una novia en sus respectivas sesiones, con mascarillas que hacían juego con sus vestidos. Cruzamos un puente subterráneo atravesando la boca del Señor de Sicán, dibujada con un jardín vertical. El soundtrack del parque nos hizo pensar en Marco Aurelio Denegri, en que la música clásica le da automática relevancia y estatus a las palabras pronunciadas.

Terminamos el circuito con la intención de continuar caminando. Sentimos hambre y recordamos que nuestra misión principal del día era buscar el mejor Min Pao del Perú en el Barrio Chino. Eran las tres de la tarde. Según nuestros cálculos, si continuábamos lateando llegaríamos a la hora de la desilusión: "ya cerramos cocina". Pedimos un taxi.

Intentamos continuar con la dinámica de nuestro recorrido. Por la ventana, le señalé a Mario el edificio de Radio Nacional, pero el hambre o el cansancio me hicieron no mencionarle que era una réplica del de la BBC. Intentamos adivinar las siglas del FONDEPES, sin éxito. Entramos a 28 de julio.

Nos sorprendió el tráfico. Mario me indicó: "sube tu luna". Rato después, en la avenida Abancay, las bocina y el esmog hicieron lo suyo con nuestros ánimos. Bajamos del taxi. Parados en la esquina donde Ucayali se convierte en Capón, hicimos una pausa. A unos metros, vimos a un militar con un rifle resguardando la entrada y ordenando la circulación. Recién fuimos conscientes que era el último lugar en el que debíamos estar. ¿En qué momento se nos ocurrió venir de "paseo" al Mercado Central? Se nos fue el hambre. Un instinto de supervivencia tardío nos hizo sentir vergüenza de nuestra ingenuidad. Dimos media vuelta. No hay que abusar de la suerte.

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