Leila, periodista salvaje

"El libro está tan maltratado como solemos hacer de forma inconsciente con las personas que más queremos"

Inconfundible por esa sexy y esponjosa cabellera castaña como resortes de ideas peligrosas, y una magra figura siempre vestida de negro, Leila está parada en la puerta del auditorio. Me acerco, pero hago una finta: solo he venido a escucharla. Su delgada y alargada figura me hace acordar a una cíclada. Durante la conferencia, la autora es elocuente, retadora, humilde, distante y con sentido del humor un poco oscuro. Tal y como sus textos: esa forma de autorretrarse que ha conseguido retratando a otros. Por mi parte, víctima también del bovarismo, con una histeria que no encuentra su desfogue con los goles de Perú ni con las furiosas clases de Muay thai, obligado a abandonar la cueva a diario desde muy temprano porque los albañiles tienen que trabajar, absolutamente desordenado por el hecho de que me dejaron sin espacio y ahora debo recurrir a las computadoras de las bibliotecas o arcaicas cabinas de internet, he decidido desplazarme los quince kilómetros de caos que separan en tren y bus a San Juan de Miraflores de San Miguel, mientras me entretengo inexpresivo viendo a través de los cristales el enorme acuario de cemento en el que está convertido Lima por estos días para ir a ver, por puro fetiche, a esa mujer que escribe asquerosamente bien: la escritora y periodista Leila Guerriero.

Yendo apretado en tren oliendo el hedor acumulado de los seres, pasando por una Gamarra inmensa y vacía, admirando su fealdad, suciedad y miseria, cuya poética se eleva infame al verla empapada, azulada, como un paisaje de Humareda, sintiendo un instante de espanto al recordar a las personas que no tienen techo, me bajo en la estación Grau y chapo el alimentador que, felizmente, recién empieza su recorrido y pasa vacío. El milagro de esta clase de transportes: ir sentado. Entonces, puedo sacar un libro y hundir la cabeza en él para olvidarme del congestionamiento, esa forma tan repugnante de sentir el paso del tiempo. Abro ese libro que compré hace mucho tiempo, Zona de obras (2014), que me iluminó en muchos aspectos –el libro está tan maltratado como solemos hacer de forma inconsciente con las personas que más queremos–, pero sin olvidar su función principal que no es necesariamente, como se pretende, enseñar sino de hacernos sentir diversos placeres –miedo, horror, resentimiento, culpa, deleite, etc.– al momento de su lectura.

El texto que estoy releyendo ahora está escrito con asco. Un asco que se esconde detrás de un dolor que esconde una verdad tremebunda. Un asco que no espanta, sino que seduce. Este asco, brutal forma de la honestidad, con que expresa lo que piensa o siente, su carácter, fue lo que me enamoró. Amor a primera lectura. Hace muchos años, cuando tuve los primeros contactos mentales con ella, recuerdo que pensé, PREJUICIOSO, que no podía creer que lo hubiera escrito una mujer. Ya había leído a algunas autoras, pero ninguna me estremeció como ella. Luego vendrían otras, claro. Pero ella fue la primera autora que atesoré entre los otros libros de cabecera siempre dispuestos para la relectura que es, en realidad, la verdadera lectura.

Muchos de sus textos tienen la cualidad del arrebato. Las breves columnas que escribe semanalmente para El País logran darme la sensación de, una vez terminados, no haber leído un artículo, sino de haberme metido un par de tiros: pensamientos que nos llegan así de intensos. La señora es una carnicera de los sentimientos. Sobre todo en aquellos artículos en los que se aleja de las enfermedades del mundo para contarnos algunos fragmentos de su vida, esa serie literaria, y temeraria, en el que disecciona y se sumerge en los sentires del cuerpo por el hartazgo de lo cotidiano y que lleva el título de Instrucciones. Fría, cruda, impía y, a veces, tierna, Leila no escribe, escupe. Luego mete el machete. Retratista de la realidad en su piel más salvaje, nunca fue tan placentero devorar con los ojos al otro, sentir en la pupilas el sabor de la carne humana. Y lo que más me fascina de esta mujer es que, aquella adolescente que sintió verguenza ajena por los delirios de Emma Bovary, en realidad, quiere ser ella. Solo que es mejor ser prudente y dejar que sean otros los que se quemen mientras los observa. Como buena pensadora, se ha cansado de andar tantos caminos si nadie que la entretenga y ha conocido los funestos alcances de ese terrible mal –ese que sueña con cadalsos mientras se fuma una pipa. Por eso, Leila nunca ha dejado de buscar. Por eso, sigue encontrando. 

¿Recuerdan la escena final de Bajos instintos con Sharon Stone encima de Michael Douglas y, debajo de la cama, el picahielos? Sí, así es leer a la carnicera. 

Leila (you got me on my knees, baby, baby, please)
EL BOVARISMO, DOS MUJERES Y UN PUEBLO DE LA PAMPA. Por Leila Guerriero

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