Periodismo, escritura y futuro. Una entrevista a Leila Guerriero

Leila Guerriero. | © Difusión

Escrito por Oswaldo Bolo Varela | Publicado originalmente el 12-10-2018

Habla rápido. Acumula palabras que se superponen con cierta aceleración. No llega a ser precipitada, pues se deja entender. Pero en su hablar, por momentos, las frases iniciales de una nueva oración son colocadas antes de haberse finalizado la cláusula anterior. Breves interacciones superpuestas que exhiben la agilidad que toma su expresión: el ejemplo que no acaba de cerrar porque se le ocurre otro mejor; una explicación que se tuerce hacia la aguda formulación de una sentencia; la confidencia sobre su método de trabajo interrumpida para especificar que esa opción solo funciona para ella. No es una rapidez impaciente, tampoco insegura o confusa: es una premura por decir. Leila Guerriero habla rápido y, al escucharla, sus palabras potentes –que resuenan bajo argentinismos raudos y melódicos– se acumulan con prontitud, apuradas en deducir, proponer, reafirmar.

¿Qué sabemos de Leila Guerriero? ¿Qué se puede reconstruir desde las entrevistas que su celebridad posibilita en la red? Varios retazos que perfilan una figura pública. Lo primero, su indiscutible lugar como una de las voces descollantes del periodismo narrativo contemporáneo. Varios libros publicados, colaboradora constante de revistas y suplementos, su labor como editora, las columnas semanales que publica en El País de España, El Mercurio de Chile, La Nación de Argentina. Militante de su profesión, autodidacta (estudió Turismo), defensora del periodismo de largo aliento, practicante de un riguroso método de trabajo que incluye encierros prolongados e inflexibles.

Hay más. También atisbos de una vida privada: la infancia en una pampa argentina –Junín– cazando animales; su lugar favorito en el mundo, Sanur, una playa en Indonesia; la predilección por la serie de cuadros Nadie olvida nada de Guillermo Kuitca; volverse adicta a Breaking Bad (y ver el capítulo final ¡¿vía Skype!?); el terror por los animales con alas, especialmente los murciélagos; la música de Pearl Jam; su casa que también es una veterinaria; su cómplice, Diego. Sin hijos, atea, feminista: su abundante cabellera negra y ondulada es siempre referenciada. Seguidora de la literatura norteamericana, donde presumiblemente reina Foster Wallace, lloró leyendo las Meditaciones de Marco Aurelio y El libro de Job. Ha vivido 51 años.

Algo adicional, una breve contribución para el conocimiento público sobre Leila Guerriero: repite mucho la palabra ‘digamos’. Una muletilla que convoca colectividad y que ella usa indistintamente cual nexo entre una idea y otra, como recurso que mitiga la dureza de sus críticas, cuando quiere cambiarle el ritmo a su intervención o para que el silencio no se prolongue demasiado. Lo mismo con el ‘qué sé yo’ (una fórmula más sonada) o el ‘bueno’ (si bien lo usa en menor medida): recursos prácticos para seguir hablando rápido.

Un libro sobre gente que tuvo una idea
Esta entrevista se inicia con la excusa de conversar sobre el futuro y el periodismo (aunque ella rechaza la futurología). El año pasado editó Un mundo lleno de futuro. Diez crónicas de América Latina; un proyecto encargado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que, según define su registro legal, reúne diez «crónicas sobre investigadores y emprendedores en el campo de la medicina, educación, ciencia y tecnología». Es un libro singular. A diferencia de los perfiles sobre escritores malditos o sobre malvados latinoamericanos que Leila editó en 2011 y 2015, aborda una temática prototípicamente menos literaria. Aunque ella no está del todo acorde con esta afirmación:

«Yo no sé si esos son más literarios. Creo que Los Malditos o Los Malos tienen como más trama dramática, hay un conflicto mucho más claro. En estos temas [los de ciencia y tecnología], lo que se considera la marcha del conflicto, no es un conflicto negativo. Lo que hay es un punto de interés, digamos. Contar las cosas buenas o los proyectos científicos siempre produce –de hecho, muchos de los periodistas tuvieron ese problema– el no ver bien por dónde pasaba la historia al principio. Aunque en todos hay conflicto. Pero, por supuesto, mi idea siempre fue hacer un libro que no fuera una cosa buenista, digamos, así como de “mirá a todos, acá son ángeles”. Evitar ese tono un poco como laudatorio de todos estos héroes sociales, porque no es el tono que yo propicio, ni el que me gusta consumir como lectora.»

La construcción del texto fue propuesta por Sergio Vilela, ex editor de Etiqueta Negra y ahora director de Planeta: le presentaron un temario de proyectos en los que el BID invirtió y del que ella pudo elegir «los que me parecía que tenían más potencial». Del mismo modo, Leila explica: «puse el ojo en los autores que veo que son algunos de los mejores cronistas latinoamericanos; habituados, muchos de ellos, a contar historias relacionadas, más bien, con cosas pesadas: crónica roja como Javier Sinay o el mismo Miguel Prenz». Una elección que responde a su ya conocida (y directa) exigencia de calidad: «No elegí periodistas que, con todo el respeto, qué sé yo, se dediquen a suplementos de calidad de vida, ¿no?».

Enfática, asegura que tuvo total libertad para trabajar con los cronistas. Le pregunto si hubo alguna exigencia específica del BID para narrar las historias (algunas crónicas repiten incisos aclarativos sobre el financiamiento del proyecto que parecieran promocionar al banco). «No, no, en lo absoluto. Pedí libertad absoluta. Lo primero que pregunté fue: ¿Si encontramos cosas que no nos gustan (no sé, que los proyectos que se desarrollaron no funcionan o que la gente tiene críticas por el BID…) se puede poner? Si me decían que no, yo no iba a aceptar el proyecto. Y me dijeron que sí, que podía poner todo.» El resultado es más de 400 páginas con ilustraciones temáticas que, tal cual lo escribe Leila en el prólogo, constituyen «un libro sobre gente que tuvo una idea». Diez historias sobre gente que «lo pasa bien, mal y peor».

–Leila, has contado en varias entrevistas que, cuando te decides a escribir la historia que vienes investigando, te encierras, te desconectas por completo. ¿Eso también ha pasado en este texto? ¿Has editado este libro colectivo del mismo modo en que editas tus propias historias?

–Mirá, no puedes encerrarte para hacer un proceso de edición así porque, para empezar, los autores no te mandan todo al mismo tiempo. Hay distintos deadlines. En todos los libros que implican la recopilación de varios autores o de uno solo voy leyendo los textos a medida que van llegando. Tengo una idea general del libro en la cabeza porque, de hecho, soy la que decide “vos hacés tal tema, vos hacés tal otro”. Tengo parámetros que le voy pidiendo a todos los textos, porque no puede ser que un texto sea una crónica, el otro sea un ensayo, el otro sea un diario de viaje. No es esa la idea. Y después leo los textos. Por lo general, como son textos muy largos, me lleva un tiempo. Como son autores muy buenos, partís de una calidad básica, que tú ya sabes que la vas a tener. Y después de eso, bueno, hago comentarios, sugerencias en el archivo del Word mismo, con la herramienta de comentarios y, además, envío un mail largo con lo que sería la primera devolución con comentarios generales. Pocas veces está decir, además, “hay este problema en esta línea que no se entiende”, “es un problema más estructural”, “más de fondo”. Y bueno, el autor me trabaja el texto, me lo vuelve a enviar. En general son tres o cuatro o cinco devoluciones. En las últimas, por supuesto, es ajustar muy poquitas cosas.

–¿Y estas devoluciones en el lapso de cuánto tiempo han sido?

–Mirá, no, no. Eso sería imposible decirte, o sea…

–O, en todo caso, ¿este libro cuánto tiempo te ha llevado armarlo?

–Un año y medio, más o menos. Mucho tiempo, sí…

Contar lo que queda y la conga de los clics
En sus primeras páginas, ha escrito que este es un libro «sobre gente que vio, en medio del ruido y la confusión del tiempo presente, lo que nadie había visto: una necesidad, una falta, una carencia». Ruido y confusión en el tiempo presente. Ella suele criticarlo. Los medios de comunicación, el espacio donde trabaja, son algunos de los principales propagadores. Dinámicas de la contemporaneidad.

–Declaraste en una entrevista que «no hay nada que me importe menos que la actualidad inmediata» y que, por ello, prefieres trabajar en revistas y no en periódicos, puesto que «las revistas son una mixtura perfecta entre el espacio y el tiempo que necesito para contar una historia». ¿Cómo así te desencantas del diario, del periódico de actualidad?

–No… a mí por supuesto que me interesa la actualidad, muchísimo. Lo que pasa es que no puedo escribirla. No tengo la habilidad para hacer coyuntura, digamos. Admiro mucho a la gente que lo hace y eso lo he dicho miles de veces. Quizá no eligen ponerlo, pero yo siempre digo lo mismo: que mi trabajo es una mezcla de una habilidad que pueda tener, mezclada con un montón de imposibilidades; entre ellas, la imposibilidad de abordar la realidad de una manera rápida. Yo me demoro mucho tiempo en ver, en estar segura de lo que veo, en entender qué es lo que quiero escribir, por dónde pasa la historia… Todo eso no lo puedes hacer si trabajás en un periódico. Pero está muy lejos de mí esa aseveración de que “no hay nada que me interese menos…”. Lo que yo digo es que un cronista –como dice Julio Villanueva Chang– es alguien que llega tarde. Llega después que pasan las cosas. Un cronista, el periodista narrativo, no va a contar la coyuntura. Va a contar lo que queda. Pero la verdad es que a mí el periódico del día a día me encanta. No tengo un desencanto en ese sentido. Sí me parece, qué sé yo, que podrían estar mejor escritos; que en algunos casos son buenos, en otros son malos, en otros son muy malos; que en algunos casos eran buenos y ahora ya no tanto.

–Pero sí has criticado mucho la crisis de los medios: las empresas mediáticas en un estado crítico que dan prioridad a un tipo de periodismo ciudadano, o la virtualidad como una herramienta que atenta contra el método de trabajo.

–Sí, hay periódicos que eran muy buenos y que de pronto caen en esta superstición del periodismo ciudadano: de que todo tiene que ser muy rápido y muy corto, y que los lectores no pueden leer nada que tenga más de tres líneas porque se aburren y se van. Y empiezan a bailar como la conga de los clics, ¿viste? A ver cuántas personas ven esta nota y si no la ve nadie, aunque sea una noticia fantástica, listo, fuera. Creo que nos acercamos peligrosamente hacia lo que sería el rating televisivo. Si el programa no funciona, aunque sea buenísimo, lo levanto. Me parece que los diarios siempre fueron otra cosa. Porque esto me parece más una crisis de medios, que una crisis de periodistas.

–De allí que sea un patrón recurrente que los periodistas salgan, escapen de sus medios (hegemónicos u oficiales) hacia proyectos más independientes que les permitan independizarse y dirigir sus propias historias, ¿no? Lo mismo sucede en el periodismo de investigación político.

–Sí, esa es una tendencia. Muchos medios grandes que tenían buenos equipos de investigación los han ido desarmando. La investigación tiene en común con el género de periodismo literario que hace falta mucho tiempo, porque hay que desenredar tramas muy complejas. Pero el que tiene vocación busca la manera de abrirse paso por otros lugares. Porque hay muy buenos periodistas, pero en ocasiones se ven trabajando en unas condiciones deshonestas, ¿no? Como rápido y furioso, que no son las condiciones más adecuadas. Pero te repito: no todos los medios trabajan así.

–El modo en que se hace crónica literaria está contrapuesto a esta velocidad que los medios exigen, ¿no? En ese sentido, ¿crees que se volverá un género más minoritario de lo que ya es?

–La verdad es que eso sería hacer futurología. Yo lo juzgo por lo que veo y todo el tiempo me llegan mails de gente que abre medios digitales para hacer periodismo narrativo, de gente que quiere tomar talleres, de gente que está interesada en recibir una charla, o colaborar en revistas… Me parece que es una paradoja, porque es lo que siempre hemos dicho cuando se habla del “boom de la crónica”: que no hay tal “boom”, digamos, que la crónica siempre fue hecha en pocos espacios, en pocas revistas, en pocos medios. Pero que, si miramos 20 años atrás, nadie hablaba de esto, del periodismo literario, de la crónica, por lo menos no de forma tan generalizada como lo hacemos ahora los periodistas, ¿no? Ahora se produce una discusión que antes no había. En ese sentido, me parece que esto ha ido creciendo con el tiempo. Lo que pasa es que la crónica es un género periodístico que no es masivo. Yo no conozco un diario que te ofrezca periodismo narrativo de lunes a viernes, porque sería imposible sostenerlo. Además, sería aburridísimo. A veces hay periódicos que deciden publicar crónica una vez por semana, tienen equipos y gente que se ocupa de hacer eso. Pero no es el género para abordar una noticia. Si hay un atentado, uno no puede decirle a un periodista “andá y dentro de un mes publicamos la nota”. Necesitás un tipo que esté ahí contando lo que pasa en el momento.

Para Leila, el método de trabajo que requiere el periodismo que ella practica está reñido con la inmediatez que exigen los periódicos, «pero no es un tipo de periodismo que sea mejor que el otro». Son dos tipos de operaciones distintas, insiste. Trabajar en un medio permite apelar a la inmediatez de la noticia para conectar el mejor ángulo con el lector, explica. Para trabajar en el periodismo literario «hace falta paciencia, empeño, tozudez, un montón de cosas. No hay nada más lento, cuando trabajás con este tipo de material, permanecés más tiempo en la realidad para tratar de ir más a fondo, para tratar de aprender mejor cómo funciona el lugar o la cabeza de la gente... y esas cosas no se adquieren en tres entrevistas. Aprendés a verlo en el lugar, al moverte, estar en una reunión con amigos, salir a jugar al parque, qué sé yo». Todo un trabajo etnográfico.

Para qué contar lo que se puede escribir
Le he preguntado por el libro que está escribiendo –a estas alturas ya finalizado– y que, como confesó en otro lado, la mantuvo encerrada durante tres meses: «días y días iguales, desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche, cayéndome de sueño, de rabia, de ansiedad, de angustia, de desánimo». 

–No cuento nada, yo nunca cuento nada.

Leila no habla sobre los proyectos que escribe. «No, ¿sabes qué? No puedo decirlo. Ni mis editores saben…», me explica, entre incómoda y nerviosa. Luego se carcajea un poco. ¿Por qué no puede decirlo?

–Mirá, creo que fue Margareth Atwood quien dijo: “Si lo cuento, ya después no tiene sentido escribirlo”. Me pasa algo de eso. Como que si empiezo a contarle a todo el mundo lo que estoy escribiendo, como que después pierdo el entusiasmo de este encerrarme con el material y contarlo como si fuera la primera vez.

Eso y el sentir que va «en contra de esa especie como de tensión interna que yo necesito para construir ese texto, para saberlo llevar hasta el final». Para terminar de escribir la historia que narra, necesita estar en intimidad con ella. «Si algo de eso sale a la luz siento que, bueno, como que ya lo terminé y quizá no lo terminé, ¿entendés?».

–Hay una cuestión bien catártica en el modo en que expresas cómo trabajas y cómo lo escribes, ¿no? De liberar, desfogar todo el conjunto de tramas e ideas que has estado acumulando durante la investigación…

– Sí, supongo. Igual, para mí la escritura no es catarsis, y si la hay, es catarsis mínima, digamos. La idea es esta: vas juntando presión, juntando presión, juntando presión y después, bueno, al momento de la escritura vas abriendo la válvula de escape. Pero si le vas contando a cada uno un poquito, un poquito, un poquito, esa válvula de escape no funciona de la misma manera. El momento de derramar todo eso es en el texto. Pero eso me funciona a mí, ¿eh? Hay gente que le cuenta a todo el mundo y pide consejos…

Y ríe un poco. Detalla: «el problema con contar todo el tiempo lo que estás haciendo y escuchar opiniones es que todo el mundo sabe que, si hablas con diez personas distintas, vas a tener diez opiniones distintas». Por eso aclara que prefiere mantenerse al margen de eso, «porque estar atenta a todo lo que piensa el mundo de lo que estoy haciendo me volvería loca», vuelve a reír. Luego, sin perder el ritmo –porque ella habla rápido– reanuda: «Prefiero confiar en mi criterio. Si eso sale mal, bueno, por lo menos es mi error. No el mío influido por lo que me dicen otros. Prefiero eso, digamos».

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