Diego Arévalo | 14.09.2019
Bernadette es un volcán en busca de su Antártida. Ella todavía no lo sabe, pero la atracción de la materia, de los opuestos, es ley. Al principio busca la evasión, mejor dicho, busca seguir huyendo, cosa que ha venido haciendo los últimos años. Este ejercicio, en piernas de Bernadette, es un arte que alcanza su culmen individual en esta historia. Después de los tediosos avatares de la vida común, nuestra heroína desemboca en un paisaje que es metáfora opuesta a su explosivo temperamento que nace de una incontinente creatividad que la posee –es una arquitecta y artista genial, un ícono cultural del mundo, creada a imagen y semejanza Anna Wintour– y que le impide compartir una vida convencional con la sociedad. Cae en errores que nacen de represiones y que son las aventuras de cualquier ciudadano, rico o pobre, inevitablemente histérico, que se ven reflejadas en las peleas con el marido o los vecinos, el consumo de pastillas sin receta, rehusando la ayuda del especialista, incapaz de un trato amistoso con el resto, padeciendo el latigazo del insomnio... todo aquello que puede nacer del spleen, como es su caso.
Bernadette es un rombo: un espíritu en tensión que anhela el círculo, es decir, la plenitud. Así lo entendemos cuando, al inicio del film, habiendo cumplido con sus obligaciones de madre y esposa, queda aislada de su familia para cobrar su verdadera forma. Cuando se nos va introduciendo a su mundo interior, la vemos reflejada en un espejo que tiene la forma de dicho polígono. En una escena posterior, la imagen de este reflejo rebota y la envuelve completamente: la arquitectura de una biblioteca por la que pasea es una coraza compuesta por un mosaico de rombos de cristal. Dada esta condición, la artista es un cielo que lo desea todo, pero no se puede tener todo al mismo tiempo. Todo el tiempo tiene la necesidad de estar haciendo algo. Si bien el detonante de esta historia es la invitación a unas vacaciones familiares en la Antártida propuesta por su admiradora número uno, su hija, con la que se lleva súper bien, siendo esta su única y mayor alegría, el problema de Bernadette nació desde el momento en decidió, voluntariamente, sentarse en la banca de los suplentes. Después de haber alcanzado el pico profesional y artístico, y a raíz de un grave incidente en uno de sus proyectos que terminó por ahuyentarla, ha optado por el camino, el más transitado, de la familia feliz. Cosa que, a diferencia de sus semejantes, consigue también con éxito. Sin embargo, sin querer, por amor, Bernadette ha cometido el peor de los pecados: luego de sacarle el jugo, ha despreciado el don que el dios creador le dio: el fervor por la forma. Y la visión para la elaboración de cosas bellas y útiles.
Pst. ¿De qué color son tus ojos claros, Bernadette?
Bueno, como es de esperarse, hacia la mitad del filme, Bernadette mete la pata hasta el fondo. Su marido la sienta, al lado de una psicóloga y un agente del FBI. En realidad, nuestra excéntrica heroína, dentro de su locura, nos parece la persona más cuerda, pero resulta que todas las pruebas de sus demandantes son irrefutables. Ya no es solo una amenaza para su la familia y la sociedad sino también para ella misma. Bernadette está mal. Ha vivido, sin darse cuenta, cagándola una y otra vez. Sin embargo, es tan fuerte la voz, el llamado a la aventura, que no importa nada nuevo ni viejo del mundo exterior. Y, en lugar de aceptar sus problemas con resignación, ¡vuelve a huir! Se escapa por la ventana para dar en la morada de su peor enemiga, la vecina, quien la ayudará a esconderse porque Bernadette sueña con la esperanza de una última fuga que previamente le había sido negada. Lo que la termina por volver loca, fue el hecho de que su marido –un apuesto geniecillo de Microsoft y que da charlas TED– le había comunicado que él y su hija, se iban para la Antártida mientras ella iría a parar en un instituto psiquiátrico. Indignante. Espíritu en eterno conflicto, Bernadette sigue huyendo y el juego que ahora propone es entendido a la perfección por su hija, quien parece oírla decir: "Miren: cuando me alcancen, me pasan la voz".
Best friends. La historia de Bernadette es narrada por su hija, quien siempre saca la cara por su madre a pesar de su locura o precisamente por ello.
Al final, el problema con el amoroso Linklater es el mismo de siempre. El tiempo de una película promedio resulta demasiado corto. Le juega a la contra y no le permite explotar más las situaciones o personajes que prometen más de lo que se nos es dado. No en vano sus mejores realizaciones son las de larga duración como el retrato familiar de Boyhood y aquella romántica trilogía. Porque uno se sigue quedando con ganas. En ¿Dónde estás, Bernadette?, al igual que la provocación final de Después del atardecer –"Baby, you´re gonna miss that plane"–, nos deja en una condición análoga, natural a la de los amantes: "¿Cómo? ¿Ya terminó? ¡Pero si recién acababa de empezar!".
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