Hugo Salazar Chuquimango. Un clásico entre los vivos

Hugo Salazar Chuquimango frente a uno de sus lienzos. | © Manuel María Orbegozo

Perfil escrito por Manuel María Orbegozo | Publicado el 20.02.2019

A inicios de 2018, Hugo Salazar Chuquimango buscaba la muerte en lugares insospechados. La encontró pegada al asfalto, sembrada en una pared resquebrajada, al borde de un papel chamuscado. No era como la noche lóbrega y cenagosa que acostumbraba a velar desde que se hizo vigilante a los diecinueve. Era la forma transmutable de lo insignificante, era una mancha oscura en una calle cualquiera, una cáscara de mandarina, la base de un morro solar. Entonces, no esperó a que ella le pinchara los ojos o le robara el aliento, como el poema de Benedetti; se adelantó a sus pasos y la encaró primero, con su pincel irritó de miedo y hastío un par de ojos donde no había, para luego trazar arandelas hasta formar un cráneo, para luego trazar líneas onduladas hasta formar brazos y piernas, y así hasta concebir una bestia del tamaño de un niño real. La muerte no era un juguete inocente, ni una mujer hermosa, sino un bobo grande, un nadie calvo, embrutecido y taciturno, colgado de una horca. 

A mediados de octubre del año pasado, la enrolló delicadamente como a una alfombra persa y se la llevó en un avión a Roma. Sintió miedo al despegar. 

***

Días antes de partir, Salazar Chuquimango, el pintor peruano del surrealismo —de quien dicen traza sueños y otredades y es uno de los más brillantes de su generación—, declaró frente al mar de Chorrillos, que jamás había pintado con óleo negro, que aún no sabía bien de qué murió su padre. 

—Él hacía esculturas con la miga del pan, hacía toritos, caballos... me decía que iba a ser pintor de brocha gorda, bromeaba él...nunca nos dieron un diagnóstico claro... el páncreas, un cáncer... se quejaba del estómago —dijo. 

En su paleta, derretía un trozo de la noche, el óleo negro cobraba matices amoratados y él se demoraba en retocar un cuadro de ​2.79 por 2.08 metros que exhibiría, hasta mediados de noviembre, en una galería romana frente a la estación ferroviaria de Termini. 

Carraspeaba de vez en cuando, como si fuera a decir algo bueno, pero luego, el silencio. 

Entonces quedó claro que, a sus 38 años, había aprendido a esquivar el tiempo sobremanera, a calcular sus movimientos como una estatua humana del Jirón de la Unión, esas que demoran siglos en respirar, en responder, en voltear a darte la cara. El hijo artista de un matrimonio cajamarquino se veía así: llevaba el cerquillo crecido, liso, sutilmente entrecano, un bigote de estreno y una camiseta azul manga larga ceñida al cuerpo, fornido como un Discóbolo de alabastro. Su rostro flaco y circular carecía de gestos memorables y mirada imantada. Su discurso era manso, su trato, cortés. Su carácter distaba del de sus colegas temperamentales. Con una voz grave y llana habló, entre el zumbido de los mototaxis que afuera iban y venían, de su oficio como el «más pulcro y refinado de todos». Del que no requiere mandil «porque no es una carnicería, una matanza». Y sin embargo, esa mañana encapotada cortaba la pasta de óleo negro como jugando a degollar sanguijuelas.

—Es bueno tenerle miedo al trabajo. Cada sesión es una especie de batalla para ganar una guerra —dijo, en un segundo de distracción, confirmando que aún seguía ahí—. A mis pinceles los considero soldaditos, yo el general de guerra. Ellos son los que se manchan, no yo.

Del otro lado de la calle, la casa del ingeniero Iván Vildoso parecía un pálido barco de vapor, con altar de culto y reclinatorio, y maniquí disfrazado de guardián para espantar a los intrusos. Ubicado en el malecón de Chorrillos, es, por dentro, un abigarrado museo personal de arte contemporáneo. En un rincón de la azotea vacía, Salazar Chuquimango explicaba su último cuadro. 

(Vildoso, un hombre alto y grueso que siempre viste la misma camisa celeste y a quien Salazar Chuquimango ha retratado flaco y desnudo, amarrado a un mástil, me había advertido ya: “Se está quedando a dormir en el sofá. Tiene que terminar el cuadro antes de viajar. Trabaja con luz natural, es importante no quitarle mucho tiempo”.) 

—Cuando pinto el paisaje empiezo a descubrir que emergen algunas criaturas. De esta laguna nace un pez fosilizado, anfibios con hocico de cerdo. Ese barco que vuela es una calavera invertida de otro cuadro. Ahí está el hombre que nada en la nada, el hombre que no puede volar, y el hombre que se cansó de andar. Quería que las almas se noten recorriendo el camino después de la muerte. No todas son iguales, según su color van a seguir hasta el bosque de cipreses, donde hay vida. Unas son blancas, otras de colores. El color determina su pureza. Utilicé una técnica expresionista, más imaginativa, más intuitiva. Las tijeras dentro del cubo son de mi padre, que fue sastre —describía así su última entrega titulada ​Muerte Ulterior del Peregrino por la Materia Insoluta​, un cuadro surrealista en el que narra el destino de humanoides que desfilan bajo el riesgo de ser devorados por un gigante negro.

—Él está ahí —dijo—, mi padre es un alma blanca en un rincón de la procesión.

***

Hace una década, un programa de televisión lo bautizó como “el vigilante que pinta”. (“Detrás de ​ese​ traje de guachimán, se esconde uno de los mejores pintores que haya dado el arte”, anunciaba, entonces, un periodista. “Talento hay donde uno menos se lo espera”). Las cámaras lo ponchaban girando el tambor de su revólver, enfundado en su uniforme marrón.

—Me arrepiento de esa entrevista. ¿Por qué piensan que un vigilante solo puede hacer una cosa, estar parado? 

Hoy ya no le es obligatorio vestir uniforme o trabajar de noche, como cuando intercalaba entre La Escuela Nacional de Bellas Artes y el aeropuerto, y dormía dos o tres horas al día. Hoy cuida una fábrica de espárragos en Los Olivos, tres o cuatro veces a la semana. Un pampón abandonado y polvoriento, de techos altos, donde nadie sabe que pinta. Prosegur, la compañía de seguridad internacional para la que trabaja desde los veintidos, es su único mecenas. A través de su fundación, enseña a niños de una escuela en Villa María del Triunfo a pintar e interpretar obras emblemáticas exhibidas en el Museo del Prado de Madrid, desde donde le envían folletos didácticos.

—Se preguntan qué está pintando Velázquez, qué hay detrás de ese ambiente o qué hay en ese espejo. Cada uno tiene su propia visión de ​Las Meninas​. 

La suya es la de una infanta partida en dos. La mitad superior suspendida en el aire; la otra mitad, la de patas de cangrejo, adherida al suelo. De candelabros que asemejan a huacos eróticos de la cultura Mochica. Él, que suele auto-retratarse en sus obras, aparece como aposentador en el fondo, pintando a brocha gorda una puerta que da a un cielo de nubes como algodones, innegablemente cajamarquino. Detrás de un Diego Velázquez corpulento, con el pecho desnudo, se ve en un espejo el reflejo de sus padres. Se trata de un pastiche que le fue encargado por un hombre que colecciona Meninas del siglo XXI. Entre octubre y noviembre de 2018, esta y otras tres pinturas fueron exhibidas junto a la obra del artista plástico peruano Carlos Atoche, en la Horti Lamiani Gallery de Roma.

“​En las pinturas de Hugo Salazar Chuquimango se siente la referencia a las imágenes eróticas representadas en la loza expuesta en el Museo Larco, en Lima, que retrató una sexualidad imbuida de rituales religiosos”, detallaba la información oficial de la muestra, organizada por la Embajada de Perú en Italia y bajo la curaduría de Emanuela Robustelli​.​

Para el desfile de moda que amenizó la inauguración el pasado 17 de octubre, Salazar Chuquimango diseñó un vestido andino inspirado en la moda de ​Las Meninas​. Doña Elvira, su madre, y Ana, su hermana, ambas costureras, le ayudaron a confeccionar la prenda. En otros tiempos, lo hubiera confeccionado él mismo, quizá cuando niño y trasnochaba cosiendo uniformes escolares en su barrio del Callao. Ya entonces dibujaba lanzones de Chavín en sus cuadernos. Fue antes de que se hiciera hombre cuidando bolicheras en los puertos y la ludopatía lo llevara a malgastar sus primeros sueldos. ​Antes de empezar a pintar seriamente a los 22, de descubrir el cubismo y retratar a un hombre dispar que, ante el espanto de su propio reflejo, se lanza un espejo a sí mismo​. Antes de abandonar prematuramente el Instituto de ​Artes Visuales Edith Sachs, y luego la Escuela Nacional de Bellas Artes y, más adelante, un atelier en un edificio abandonado en el pasaje Olaya, 270 soles mensuales, donde fue el vecino sobrio, el colega tranquilo de impertérritos bellasartinos que armaban muestras y borracheras cada dos semanas. (Se hacían llamar el “Escalón 100”. Uno de ellos pintaba «cosas tan desagradables como para que nadie las comprara», recordaría él. Se llamaba Salim Ortiz. Salazar Chuquimango diría que sus cuadros reflejaban su búsqueda por lo sagrado y lo estéticamente hermoso: las obras que hablan por sí solas). 

Mucho, mucho antes de aquella mañana encapotada en que pintaba la muerte apoyando su mano derecha contra el lienzo y no a mano alzada, como sus maestros del renacimiento. 

Ese día dos voces lo acompañaban: Bobby Valentín y Lautaro Arrau. El primero le cantaba, desde un iPad, “vete pa llá, déjame en paz”, mientras el otro, el hombre que pinta al margen de la esquizofrenia, le decía: “Ah, te estás mandando, Hugo, de hachazo con el negro. Le estás cambiando la posición de la pierna, está bien, está interesante eso, Hugo, este caballete está medio malo, ¿el bueno dónde está?”. Pero Hugo no sabía de caballetes. Descansaba su enorme lienzo contra la pared. Ante la negativa, Arrau giró su cuerpo envejecido por los psicofármacos y, mirándome por encima de sus gafas, dijo:

—Hugo es el pintor peruano que más sabe de técnica. 

Quizá Hugo no lo escuchó. Quizá sí. Continuó engrosando los glúteos de su monstruo sin refutar el cumplido. Cuando un intruso aparece en la casa de Vildoso, dónde muchas de sus obras conviven con la de artistas outsiders como Mario Poggi y Lu.Cu.Ma, Salazar Chuquimango se vuelve más parco, más frugal, se muestra embebido en sus colores tierra, en sus rojos y verdes acentuados. Sus intervenciones se limitan a hablar sobre la técnica, la perspectiva del espectador o la procedencia de la luz en la escena. Explica cosas como que la iluminación teatral que nace de los costados le atrae porque expresa una violencia que le da dinámica a sus cuadros barrocos.

—Critican que mis cuadros son muy recargados, pero yo hago ritmo visual, por colores, formas e iconografías. Este cuadro tiene la técnica proporcional de Rafael, la de los tres círculos. Hace que los personajes y las escenas se enlacen.

Entonces empieza a hablar sobre sus maestros del renacimiento y se desenvuelve, diserta con agudeza sobre los orígenes de su estilo academicista y uno empieza a comprender que su técnica pulcra y minuciosa, más que una busqueda de la perfección anatómica, es una prueba de su affaire con Europa y sus genios del pasado.

Comenzó antes de cumplir los veinte, cuando una tía le regaló un libro en blanco y negro que incluía un cuadro de Roger Van Stijne, un surrealista holandés desterrado de la historia del arte, y siguió con otros textos sobre Rafael Sanzio y Luca Pacioli, el matemático de la naturaleza. Y luego ya presencialmente, cuando voló por primera vez a Alemania en 2011 y expuso en el Temporary Gallery Berlin. Esa vez terminó en la Isla de los Museos, tras los vestigios del Pérgamo. Aprovechó, además, para viajar a Madrid, donde vio las placas originales de los desastres de la guerra que Goya estampó a inicios del siglo XIX. Antes de regresar a Lima, estuvo a punto de visitar a las ninfas de Velázquez, en El Prado, pero ese día se levantó con fiebre.

—Fui de todos modos, pero no entré a verlas. Me iba a desmayar. Si las veía me iba a desmayar —aseguró, sin pensar que meses después de nuestro encuentro, un desfibrilador le salvaría la vida a un hombre que agonizaba frente a ​El nacimiento de Venus​, de Boticelli, en una galería florentina. Síndrome de Stendhal le llamaban y era el mal de los espíritus renancentistas.

Hay otras imágenes que lo aturden y lo zarandean, como ​Retrato de la madre del artista a sus 63 años de edad​ de Alberto Durero. Algo en sus ojos desencajados, en su rostro árido y descarnado. La última vez que regresó de Europa, confirmó el mismo hálito corrosivo en las mejillas de su padre: don Aníbal Salazar agonizaba en su cama del Callao y nadie tenía claro por qué. Los cuatro hijos se turnaban para cuidarlo de noche, pero a los diez días falleció bajo causas ignotas. Nunca nadie recogió el diagnóstico oficial del hospital.

Poco después, un día en que pensaba en él, Salazar Chuquimango vio una mancha oscura que atravesaba su camino.

—Era la muerte pegada al asfalto. 

Y mientras regresaba a casa pensando en el Saturno de Goya y en los jardines de El Bosco, una idea afloró: pintaría por primera vez con óleo negro, pintaría su luto. Porque el negro, al fin, era la negación de la luz y, por ende, la negación del color; era el vacio espectral que los impresionistas prohibieron puro en sus paletas, pero que Pierre-Auguste Renoir insistió en llamar el “color rey”.

Y para Salazar Chuquimango, esa mañana mustia de fines de 2018, pintar con óleo negro significaba aferrarse al dolor y a su muerto, y enfrentarse a la nada.

—Me libera pensar que mi papá va a seguir su secuencia, va a seguir su recorrido, que no va terminar en la nada y que su existencia se prolongará.

De eso trata ​Muerte Ulterior del Peregrino por la Materia Insoluta​, del deseo más íntimo y filial. El antropólogo Rodolfo Sánchez Garrafa, quien habría de ver el cuadro dos meses más tarde de vuelta en la azotea de Vildoso, encontraría una relación entre los gigantes negros y los espíritus o “sombras” en la cultura aymara: el ​ajayu​, ánimo y coraje. Según Sánchez Garrafa, cuando muere un individuo, estos espíritus emprenden un viaje al mundo de los muertos para regenerarse. Si este viaje se frustra por algún motivo, «las sombras deambulan y se constituyen en peligro para la sociedad viva. Por eso es que se acude a los servicios de un psicopompo o chamán que se encarga de conducir de grado o fuerza a la sombra renuente».

En el cuadro o en algún mundo andino, el espíritu de Don Anibal se preparaba para cortar el hilo de su destino. Esa mañana, en la tierra, su hijo consumaba el acto.

***

Aquel era un domingo de elecciones municipales, y Salazar Chuquimango se preocupaba por colorear las manos de una doncella. Utilizaba un pincel tan fino y delgado que hacía pensar que solo los dedos de una damita se merecían tal sutileza. Ese día trabajaba en el garaje descubierto de Vildoso, de espaldas a la estatua de un cineasta de serie B, sentado en una silla de plástico y apoyando el cuadro en el baño de servicio. Había preferido trabajar en su versión de ​Las Meninas​, alejado del bullicio y las colas en los colegios y paraderos de Lima, a pagar una multa por no acudir a votar. Su barrio Márquez le quedaba demasiado lejos, al otro extremo de la ciudad, y, a fin de cuentas, los últimos alcaldes del Callao habían terminado encarcelados o acusados por corrupción, y a él poco le importaba quién saldría elegido esta vez. Además, no hacía mucho que un grupo político había intentado apropiarse de un mural de la selección peruana que pintó junto a su hermano a puertas del mundial. Le quedaban tres días para el viaje a Roma y aún le faltaba agregar al cuadro detalles como la cruz de Santiago en el pecho desnudo de Velázquez, y la espina dorsal de la Infanta, que había trazado como tallos desviados de una flor.

—El cuadro se llama ​Conquista Ulterior​ y es la conquista sobre la conquista, tomando, creo yo, uno de los mayores patrimonios de España y del mundo occidental como es el cuadro de Las Meninas​, y ornamentándolo con algunas iconografías o símbolos precolombinos —aclaró.

Debía apresurarse y yo marcharme pronto, como había sugerido Vildoso por segunda vez. Llevaba interrumpiéndolo toda la mañana y me preparaba para que estallara de rabia en cualquier momento, como dicta el mito de los artistas cáusticos. Pero antes del mediodía, mientras yo le miraba las espaldas anchas como un yugo, en vez de largarme, Salazar Chuquimango volvió a bajar su paleta, se dio la vuelta y me contó sobre su encuentro con Fernando de Szyszlo, una historia banal sin final feliz ni ramificaciones. Sucedió que un día, mientras custodiaba el frontis de un banco, vio que Szyszlo parqueaba su auto donde estaba prohibido. El joven pintor vestido de vigilante se le acercó y se lo dijo. Szyszlo comprendió y se fue, sin rezongar, pero tan rápido que Salazar Chuquimango no alcanzó a contarle que acababa de ingresar a Bellas Artes. Tan solo pudo llamarle “maestro”. Tal vez Szyszlo murió sin ver su obra, pero en esa época Salazar Chuquimango no era más que un liliputiense feliz y el Perú una isla sin rival para el vanguardista.

—Szyszlo criticaba el conceptualismo mal encaminado. Yo creo que hay un gran grupo de artistas contemporáneos que están muy preocupados porque el arte conceptual tenga un boom en el Perú.

—¿Es una tendencia mundial? —le pregunté.

—Creo que eso ya pasó en otros países. Por eso últimamente se hacen pastiches. 

—La muestra de Yoko Ono llega pronto... 

—No he visto mucho de ella, pero todo aporte, así sea extremo, es bueno. Hay artistas que son disciplinados, que tienen oficio y técnica, pero no tienen concepto. Para esos artistas sería bueno que no se rehusen a ver el otro extremo. Hay ciertas cosas que pueden aprender. 

Se puso de pie y caminó sobre la baldosa húmeda por la garúa de la mañana. Mientras se alejaba unos metros para admirar de lejos su cuadro, cayó en la cuenta de que no había asistido a ninguna de las exposiciones por los cien años de Bellas Artes. La escuela había sido fundada en 1918, a una cuadra del congreso, en Barrios Altos, y por sus patios y piletas virreinales habían pasado artistas como Julia Codesido, Gerardo Chávez, Víctor Humareda y Tilsa Tsuchiya. Sus obras formaban parte del ciclo de exposiciones que destacaban las generaciones y corrientes pictoricas más emblemáticas en la historia de la institución (una historia plagada de tomas estudiantiles, crisis económicas, cierres, y últimamente, la supresión del trabajo escultural en piedra). Aún así, la sensación para algunos era que muchos artistas importantes habían quedado injustamente fuera de la convocatoria. Ya el crítico de arte Luis E. Lama había advertido sobre «la insultante omisión de Ricardo Sánchez» en la muestra del ICPNA de Miraflores. Otros artistas plásticos y coleccionistas se habían quejado de la pobre selección de obras para una muestra tan significativa. 

—Creo que han puesto lo no tan bueno de los grandes maestros egresados de Bellas Artes y sí la obra conceptual de los alumnos últimos que han salido. Ahora menosprecian al artista que tiene técnica, porque creen que es lo único que tiene que ofrecer —dijo Salazar Chuquimango, cuya obra no fue incluida en las exposiciones.

En el catálogo de su última personal, ​Trazador de Sueños​, se enfila un historial con más de 35 exposiciones, 6 individuales, 24 colectivas, 5 curadurías, 5 premios y distinciones. Un primer puesto. Fue en 2010, cuando ganó el XII Salón Nacional de Pintura del ICPNA, uno de los reconocimientos más importantes para artistas jóvenes peruanos. Hoy el cuadro ganador forma parte de la colección permanente del instituto. Está colgado en un estrecho pasadizo junto a los baños de la galería de Miraflores.

—Tal vez no me incluyeron porque no terminé Bellas Artes —alegó, con seca ironía, para rematar con una verdad—. Mis ex profesores decían que era un mal ejemplo porque me había quedado en tercer año.

Puede que los tenga guardados en un neceser de madera, junto a sus pinceles, pero ese día Salazar Chuquimango evitó sacar a relucir los nombres de sus enemigos. Nada raro: el vigilante calla para que el artista hable. En el fondo, las entrevistas, al igual que el amor y las relaciones, siempre le parecieron un lastre, una distracción innecesaria, y toda confidencia era cuestión de tiempo. No obstante, antes de regresar a su asiento, recalcó su afán por observar de lejos el gran drenaje que atravesaba la humanidad, las burdas iniquidades de la vida y otros factores que atormentaban a nuestra especie. Que toda inquietud era transformada en monstruos oníricos («Mis sueños son normales», diría él), en seres fantásticos de anatomía humana, o en poemas que algún día vería publicados en un libro. Algún día.

Entonces escuché que se alejaba el chapoteo de sus botas marrones, que parecían las botas cuarteadas de un vigilante. Cuando lo vi sentado, de espaldas otra vez, comprendí que había vuelto a la mano de su menina y que no diría más.

***

Al momento en que se subió al avión que lo llevaría a Madrid y luego a Roma, ningún medio local había publicado nota alguna sobre su exposición. Tampoco habrían de hacerlo. Y así se marchó, en silencio y con sus cuadros enrollados como alfombras, sin que a nadie le pareciera un hecho trascendental para el país, porque en pleno siglo XXI viajar a Europa era un periplo demasiado común, costaba cuatro veces menos que en el siglo XX y los artistas latinoamericanos ya no tenían que viajar de polizón ni dormir en bancas o adoptar una actitud rabiosa contra el mundo para ser escuchados, de igual forma en que escaseaban Picassos o Sartres con quien cruzarse en cafetines de nombres míticos. Ahora el mundo adoraba a Rothko. Rafael Sanzio había quedado para los turistas japoneses y los historiadores, para los estudiantes de arte y los diletantes, y sobre todo para los suspiros de Salazar Chuquimango, quien, al regresar, contaría muy serio y extrañado que en Italia ya nadie pintaba al óleo, salvo un pelotón de latinos enclaustrados en el taller subterráneo de Atoche.

—Regresé con una posición pesimista —confesó mientras ordenaba la cena en la pizzería de un napolitano llamado Francesco, junto al cine Olaya, una noche después de Navidad («Francesco», le dijo al entrar, «allá probé la pizza margarita. ¿Tienes pizza margarita?». Se ordenó una cerveza, algo inusual para un hombre que no suele beber.)

Contó que en Roma las cosas le habían ido bien pero no tan bien. La embajada solo le había pagado diez días de hospedaje en un hotel cerca a la galería, pero en la inauguración conoció a una gestora cultural que lo invitó a hospedarse en uno de sus penthouses, convertido en residencia para artistas itinerantes. A la muestra, sin embargo, no llegaron compradores serios; ni el clima ni la zona ayudaron. Fuertes vientos y lluvias habían arrasado con la ciudad, seis personas habían muerto, una estatua romana se había hecho añicos al caer, y muchos habían decidido quedarse en casa por temor a la ventisca. La zona recordaba a alguna calle lóbrega y cenagosa del centro de Lima, pero alumbrada por letreros de restaurantes asiáticos y africanos y un sinfín de idiomas que nada tenían que ver con el italiano.

Salazar Chuquimango tuvo que pasar mucho tiempo en el penthouse. Unos días se dedicó a pintar un mural en el garaje del edificio, junto a Atoche (quien viene llenando de murales las calles de Roma desde hace un tiempo) a modo de retribución por el hospedaje gratis. Y sin embargo, el pesimismo que lo aquejaba aquella noche en que se tomó la cerveza y comió gnocchis al pesto en la pizzería de Francesco, nacía de otras reflexiones.

—Toda la cuestión de ideologías —dijo—, lo siento como una moda tomada de occidente. Siento que no funcionan acá. En Europa puedo decir que sí funciona eso. En la ciudad [europea] se trabaja con la mente. Los migrantes son los que se esfuerzan trabajando en cosas que acá hace la mayoría de ciudadanos peruanos. Acá, el 80% trabaja duro y parejo. Estamos en un país de la necesidades. En Europa siento que la gente no está así​. Allá sí puedo validar que pensar en mujer y hombre por igual, sí funciona. 

—¿No crees que las mujeres y los hombres son iguales en el Perú? —le pregunté.

—Mientras el hombre trabaje en cosas fuertes, creo que funciona más para el 20% que está acomodado. Por eso regresé con una posición medio pesimista en cuanto a la cultura y el arte, como que no me dan muchas ganas de meter más mi cuchara como antes. Antes estaba en estas cosas de ser curador, de hacer exposiciones de artistas independientes y hacer colectivos. Pero si viene alguien del medio cultural y te dice “oye, tú por qué me estás trayendo una muestra donde hay 12 hombres y solo 3 mujeres”, para mí queda marcado como que hay una ideologí​a que al final es tomada de afuera y la muestra debe ser balanceada para ser más inclusiva. Prefiero no participar en esta moda de gente que meten al cargo para que hagan cosas traídas de afuera, porque supuestamente de afuera viene la cosa cultural más desarrollada, porque hay plata.

Esa noche, Vildoso lo condujo por las callecitas poco iluminadas de Alto Perú, un barrio junto al malecón de Chorrillos donde la disparidad económica se ve en las fachadas de las casas republicanas. A orillas del Morro Solar y a escasos metros de la morada de Vildoso, allí dónde se libró una de las batallas más grandes del Perú, el auto se detuvo. Salazár Chuquimango bajó con su morral entrecruzado. Anne Kesch, una reconocida galerista francesa de bucles dorados, lo esperaba dentro de su hermosa casona color granate del siglo XIX, que era la más suntuosa y mejor cuidada de la cuadra, y que, según cuenta la historia, le fue entregada como regalo de bodas a la hija de unos aristócratas franceses que pertenecieron a la corte de Napoleón III.

Comentarios

Excelente artículo para un excelente artista.
Totalmente de acuerdo contigo Conchito, extraordinario pintor!!!
Gracias a quien me enteró de la existencia de este escrito..., si no, me hubiera perdido de leerlo y así no hubiera saboreado la pluma de este joven periodista. Sobresaliente. Felicitaciones, con orgullo.
Excelente casualidad encontrarme con este escrito de Manuel María, sensible al arte y a la personalidad y espacio de un artista como Hugo Salazar. Felicitaciones por el texto, puntual pero detallado, descriptivo y ameno. Hugo es un excepcional pintor.

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