Los diarios de Alejandra Pizarnik: volver a la herida para no olvidar la luz

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Escrito por Elisa Susanibar

Ya es de tarde y Lima respira ese gris tenue que no incomoda, pero tampoco cobija. El clima, como muchas veces, parece un espejo lleno de emociones a medias. Enciendo la lámpara amarilla sobre mi escritorio y abro el diario de Alejandra Pizarnik, aquel libro que siempre exige un tipo de valentía silenciosa. No es una lectura ligera, ni amable, ni decorativa. Leerla es como estar sentada frente a un espejo que de pronto empieza a hablar con tus propios pensamientos.

Hay autoras cuya obra se percibe distante, pero a Pizarnik no se la lee así. Su diario, más que un libro, es un cuarto interior donde cada palabra tiembla, se quiebra, se recompone, insiste. Y, aun así, algo me mueve. Algo reconoce esa voz. Quizá porque ella escribe, justamente, desde ese lugar al que muchos preferimos no mirar: el mundo interior.

Impresiona su capacidad de desnudar el pensamiento humano sin moderaciones. No embellece su tristeza ni dramatiza su angustia; simplemente la guarda en un registro. Y esa honestidad es la que más me aturde. A veces siento que no escribía para sí misma, sino para una parte de ella que necesitaba comprobar que aún estaba viva. Hay notas que parecen latidos, otras respiraciones cortas, otras heridas que nadie tiene tiempo de cerrar. Todo eso está ahí, presente en su diario, respirando con una intensidad que no envejece.

Mientras recorro cada palabra escrita, vuelvo a pensar en su adolescencia, marcada por la fragilidad, el asma, la tartamudez, el desarraigo y la comparación dolorosa con su hermana. No es difícil imaginar cuánto puede lastimar crecer sintiéndote extranjera en tu propia familia. Quizá por eso su escritura se convierte tan pronto en un refugio. Desde muy joven, Pizarnik entendió que la palabra no solo nombra: también salva, también rompe, también sostiene.

Horas antes había leído una entrada donde reflexiona sobre el cuerpo, esa incomodidad constante que la acompañó toda su vida. Alejandra siempre se sintió fuera de lugar, no solo en su piel sino en el mundo. Y, a pesar de eso —o tal vez por eso mismo—, su escritura se convierte en uno de los espacios más lúcidos y poderosos del siglo XX. Una paradoja que revela su genialidad: la fragilidad como eje, la belleza como consecuencia.

A veces cierro el diario y miro por la ventana. La ciudad sigue su ritmo indiferente: los autos pasan, alguien grita, un perro ladra en la distancia. Me pregunto qué habría pensado Alejandra de este caos. Tal vez nada, tal vez lo habría registrado como registra todo: con esa mezcla de observación poética y desconsuelo. Tal vez habría encontrado metáforas en la forma en que la luz se esconde detrás de los edificios o en cómo el sonido de las bocinas interrumpe mis ideas.

La parte de su vida en París siempre me ha fascinado. Ese París de librerías húmedas, conversaciones filosóficas, cafés interminables y habitaciones mínimas donde se estudia francés por la mañana y se escribe por la noche. Allí conoció a Cortázar, a Rosa Chacel, a Octavio Paz. Allí tradujo a Artaud y se sumergió en la literatura como quien se lanza a un río helado. Su estadía parisina no la salvó, pero la transformó. Le dio herramientas, lecturas, amistades, momentos de claridad. París fue su refugio intelectual y emocional, aunque nunca dejó de ser, en esencia, una criatura nocturna.

Cuando regresó a Buenos Aires, escribió sus libros más intensos. Los trabajos y las noches me sigue pareciendo un puñado de oscuridades delicadas. Extracción de la piedra de locura, una forma radical de mirar la mente desde adentro. El infierno musical, una de las muestras más potentes de cómo la poesía puede ser un espacio donde la luz y la sombra conviven sin destruirse. Pizarnik entendía el lenguaje como un territorio vivo. Lo retorcía, lo podaba, lo depuraba. Sus poemas parecen susurros que no quieren desaparecer, pero tampoco buscan imponerse.

Me detengo en una frase del diario: “Quisiera escribir como quien se despeña”. Es imposible no pensar en el vértigo que esa imagen provoca. Alejandra escribía desde el borde —del cuerpo, de la mente, de la vida—. Y, sin embargo, hay una resistencia silenciosa en su obra. Algo que se niega a rendirse del todo. Incluso en los momentos más oscuros, su lucidez es un faro.

Continúo explorando más páginas y descubro que sus días están llenos de altibajos emocionales, silencios prolongados, deseos intensos y una obsesión casi dolorosa por la perfección literaria. Pero también están llenos de humor, de amistades, de aprendizajes, de viajes íntimos por la memoria. Pizarnik no es solo la poeta trágica que muchos mitifican: es una mujer compleja, brillante, contradictoria, profunda. Alguien que buscaba con desesperación un lugar donde existir en paz.

Y va a oscurecer. Cierro el diario y me quedo unos segundos en silencio. Me pregunto por qué vuelvo tanto a ella. Tal vez porque, sin quererlo, Pizarnik ofrece una forma de compañía extraña: te recuerda que no estás sola en tus grietas. Que la fragilidad no es un defecto, sino un territorio fértil para la creación. Que escribir desde la herida no te destruye: te revela.

Alejandra Pizarnik murió joven, pero su voz sigue viva porque nunca escribió para desaparecer. Escribió para comprender la oscuridad y, al hacerlo, nos dejó una luz que todavía hoy atraviesa generaciones. Una luz tenue, sí, pero persistente.

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