La Feria Independiente de Barranco. / Foto: Javier Gragera
Es común encontrar algún limeño autoexiliado en el Cusco que al mencionar la palabra “Lima” se le arruga la cara de asco, o encontrarse mochileros que se “saltan” las ciudades durante el viaje para no “contaminarse”. Para muchos que conozco, “ciudad” y sobre todo Lima, es sinónimo de perdición humana.
Cusco tiene tantas cosas hermosas por enseñar como las tiene Lima.
Hace una semanas se realizó en Cusco un seminario de negocios musicales y marketing, con mucha gente de Lima y de varias partes del mundo trayendo nuevas ideas. Esto me dejó cosas en la mente, sobre todo en cuánto podríamos aprender de los intercambios, de nosotros mismos trabajando juntos sin viejos patrones, sin diferencias. Entonces, en base a la pregunta: ¿Qué podemos aprender los limeños de los cusqueños y qué podemos aprender los cusqueños de los limeños?, nace este post. No espero que compartan mis opiniones, son bastante personales y generalizadas también (disculpen la imprecisión). Si hiero la susceptibilidad de mis hermanos cusqueños y/o limeños, lo siento. Lo digo con cariño y sinceridad. Ahí va.
Chaclacayo permitió que ame el campo y que incluso en Urubamba me sienta como en casa.
Lo mucho que me gusta el campo se lo debo a Chaclacayo y la casa de mis tíos. Pese a que siempre fui una persona de playa, de chico construí una relación interna con la tierra, las montañas y el río gracias a que mis papás nos llevaban donde mis tíos. Aquellos fines de semana haciendo excursiones, prendiendo fogatas y contando historias de terror entre árboles oscuros, marcaron mi destino.
Vi una ciudad que quiere mejorarse a sí misma de cualquier manera. / Foto: Javier Gragera
Tal como lo esperaba, he pasado unos días excelentes en Lima. No hice todo lo que quise, lo que me recordó que es difícil programarse con dos semanas de anticipación en una ciudad tan movida. Sin embargo, lo que tuve llenó en parte los espacios vacíos con los que llegué de Cusco.
Lo que quiero generar a partir de ahora es un vuelo tranquilo, al lado de la ventana, mirar las nubes... / Foto: Javier Gragera
Escribo esto desde la zona de embarque el aeropuerto Velasco Astete, en Cusco. Son las 9.21 de la mañana del 8 de setiembre. Viajo a Lima. Parece que tanto extrañarla me lleva de vuelta, al menos por diez días, a gozar de su belleza, su locura, su mar y su clima húmedo que tanto me agrada. Generamos nuestra realidad, solo que a veces lo olvidamos. Creamos todas nuestras situaciones, las chéveres como éstas e incluso las incómodas, aunque nos cueste creerlo. Creamos peleas y desencuentros tanto como besos, nuevos trabajos, viajes y dinero. La vaina es que los que sabemos eso nos olvidamos y generamos de todo, desordenados.
En la sierra al mar se le llama Mamacocha, donde empieza y todo termina para volver a iniciar.
Me atrevo a decir que todos los limeños, al menos los que tuvimos la suerte de brotar cerca de la costa, tenemos una relación íntima con el mar. Como les conté, viví toda mi vida en Chorrillos, a dos cuadras del malecón, por lo que la playa y todo lo que viene con ella tiene un significado único e irremplazable para mí.
En las alturas del Cusco, mi nueva casa. / Foto: Manuel Vera Tudela
Para empezar, si me permiten, les contaré como empezó todo. Como les dije, nací en Lima y viví en Chorrillos, donde tuve muchos amigos, donde toda mi familia surgió, donde aprendí a montar bicicleta y donde jugué pelota en la calle, entre Pardo y José Olaya a dos cuadras del malecón. En Chorrillos pasé de todo. Luego crecí, me dieron llave de mi casa, propina, y tomaba micros para ir a la academia pre universitaria que quedaba por el ex Cine Orrantia. Transité mucho la Avenida Arequipa para ir después a la Universidad Católica donde estudié periodismo. Recorrí la Javier Prado -cuando todavía no era Vía Expresa- para tomar la carretera central hasta Chaclacayo donde vivía quien fue mi primera enamorada.