Manuel V. Tudela | 10.10.2015
Lo mucho que me gusta el campo se lo debo a Chaclacayo y la casa de mis tíos. Pese a que siempre fui una persona de playa, de chico construí una relación interna con la tierra, las montañas y el río gracias a que mis papás nos llevaban donde mis tíos. Aquellos fines de semana haciendo excursiones, prendiendo fogatas y contando historias de terror entre árboles oscuros, marcaron mi destino.
Ir a Chaclacayo era lo mejor. Íbamos en el Volkswagen azul de mi papá. Mi mamá iba de copiloto y los tres hijos atrás, escuchando los boleros de Luis Miguel, lo que explica porque me gustan tanto La Barca, Inolvidable y Sabor a mí. Salíamos los viernes, cuando mis papás llegaban del trabajo, desde Chorrillos. Una hora después cruzábamos Ate, luego Huaycán, punto en el que ya se sentía “el olor a Chaclacayo” que no era más que aire limpio y campo. La señal de que estábamos cerca era cuando mirábamos, a la otra margen del Río Rímac, la caída de agua desde la montaña y en seguida el feliz anuncio “Sonríe, ya estás en Chaclacayo”.
Ahí vivían mis primos Rodrigo, Ricardo y Lorena con sus padres y más tíos en una enorme propiedad. Rodrigo y yo siempre conectamos: éramos los que buscábamos leña, robábamos kerosene de la cocina para prender la fogata y trepábamos el cerro. Rodrigo era como mi guía de montaña, no tenía miedo a las arañas ni a la oscuridad. Yo que quería aprender todo eso, lo seguía con admiración y confianza.
Mis padres iban a vacilarse. Chelas, baile, risas estruendosas, en especial la de mi tío Richard, cuya risa se podía escuchar, realmente, a más de cien metros de distancia. Era gracioso ver a mi mamá picada, alegrona por los cubalibres y bailando La Bilirrubina con mi papá, medio borracho también. Ellos estaban en su nota, nosotros en la nuestra, armando la carpa en alguna parte de la gigante propiedad para pasar la noche como exploradores.
En Chacla me enamoré de Vanessa Bolívar, la hermosa rubia vecina de la casa. Yo siempre he sido tímido, en especial cuando alguien me gusta mucho. Recuerdo cuando ella llegaba en bikini a la piscina, con la magia de sus once años, me hacía sentir deseos que nunca había sentido. Fue la revolución de mi infancia. Una tarde jugábamos juntos, tirando monedas al fondo de la piscina para buscarlas. En la profundidad buceábamos, la veía borrosa y varias veces mi pierna rozaba la suya y eso fue, en aquel momento, mi máxima integración carnal con una mujer. Con Vanessa no pasó nada. Nunca me paró bola realmente, supongo que me vio muy chibolo pese a que yo soy algunos meses mayor, pero fue mi primer gran amor.
Además de Rodrigo, Ricardo y Lorena, éramos una mancha de más primos como Diego, Verónica, Ramiro, Andrea, Ximena y Claudia, que juntos la pasábamos increíble. No lo he dicho bien, pero esta propiedad se llamaba “La Posada del Quijote”, era un terreno hermoso, gigante con casas antiguas. Así que, con nuestros padres pegándosela, éramos libres en un mundo infinito de casas con pasajes secretos, habitaciones de madera crujiente, chimeneas hollinadas y caminos de selva por la acequia. Podíamos hacer lo que quisiéramos. Si queríamos jugar a los policías y ladrones o a las chapadas, teníamos todo el espacio del mundo para hacerlo. Podíamos escondernos en los lugares más increíbles (Rodrigo una vez se escondió en la copa de un árbol) y encontrarnos tomaba horas.
A veces nos quedábamos de noche en la piscina y Ramiro sacaba su radio, pero Diego siempre ponía la música. Escuchábamos Beatles, Bon Jovi, Sabina, Maná, Roxette, El Tri, etc. Conversábamos y jugábamos, era delicioso cuando llovía de noche en la piscina. En Chaclacayo vi el primer relámpago de mi vida. Recuerdo las noches en cama y mi temor a la noche negra, tratar de dormir en silencio y con el silbato del tren a lo lejos. Recuerdo todo eso con cariño y con pena también.
Pena porque mis tíos perdieron la casa por una estafa ilegal que les hicieron hace 15 años. De un día para otro, ya no teníamos Chaclacayo. Ahora vivían en una casa pequeña y sé, porque los conozco, lo mucho que les costó adaptarse. Igual lo hicieron y siguen siendo una familia hermosa que se mejora cada día.
Ojalá pudiera graficar lo que Chaclacayo ha sido y sigue siendo para mí. Solo puedo decir que recuerdo sentir mi pecho lleno de aire fresco, como un aliento luminoso y que eso me daba una clase de felicidad que sigo buscando. Cuando la sentía, entre esos árboles o riendo con mis primos, podía reconocer la inmensa suerte que tenía. Creo que era el amor de Dios.
Chaclacayo permitió que ame el campo y que incluso en Urubamba me sienta como en casa. Ir tantas veces me hizo mejor persona, me cambió para siempre y hoy lo percibo claramente. Tengo que decir que en especial, me hizo mejor persona compartir mi crecimiento con mis primos. A todos les agradezco, honro y les digo que los amo para siempre. Me duele inmensamente saber que esos días terminaron. No solo es la casa que ya no está, sino mi padre y algunos de mis tíos también que ya se fueron para siempre. Todo cambió para no regresar.
Lo que siento y me anima, es que tendré Chaclacayo otra vez algún día, cuando sea padre y tenga hijos curiosos con ganas de trepar montañas: entonces yo los llevaré, les contaré historias y nos sorprenderemos juntos de que el mundo y todo lo que hay, es para nosotros.