Javier Gragera G. | 14.09.2018
Crítica de teatro por Javier Gragera
La figura de Frankenstein es ya un arquetipo clásico, y su historia es a grandes rasgos conocida por la mayoría. Unos habrán leído la novela original, escrita por la británica Mary Shelley a principios del siglo XIX, otros habrán accedido a él a través de sus múltiples versiones, muchas de ellas adaptadas a la gran pantalla. El cine, el teatro y la televisión han transfigurado al monstruo de muchas maneras, en un inagotable proceso de travestismo, tanto físico como emocional. La criatura, en su afán de notoriedad, incluso le ha robado el nombre a su creador: el Dr. Frankenstein. En la novela de Shelley, el monstruo es un ser tan deforme y despreciable que no merece recibir nombre alguno que pueda humanizarlo, y solo es referido a través de términos denigrantes como engendro, cadáver demoníaco o espantoso espectro. Para nada uno se imagina al monstruo descrito por Shelley con la cara pintada de verde y unos ridículos tornillos a ambos lados de la frente, como sí sucede en una de sus representaciones más populares y tal vez la más alejada del modelo original. Mito contemporáneo o producto de consumo masivo, ¿qué importa? El hecho es que Frankenstein se ha vuelto un concepto universal y sobre el que todos nos podemos hacer una idea más o menos precisa.
La versión del monstruo que ahora nos llega a Lima, bajo el título Fránquenstein. Jugando con fuego, es una adaptación al teatro escrita por la norteamericana Barbara Field bajo la dirección del peruano Fernando Luque. Field le da un giro inteligente a la novela entregándonos un capítulo adicional: el del último encuentro entre el Dr. Fránquenstein y la criatura. El ambicioso científico, que logró dar vida a un ser creado con los remiendos orgánicos de distintos cadáveres humanos, ha jurado vengarse de ese monstruo que ha destruido todo lo que tenía y perseguirlo hasta los confines del mundo, si así fuera necesario. Cuando por fin creador y creación se vuelven a ver las caras, esta vez a los pies de unas ruinas antiguas, la “maldita curiosidad” hace bajar su fusil al científico para entablar un diálogo que se inicia bajo una única condición: solo una pregunta a la vez. Pero disponen de poco tiempo. Víctor Fránquenstein, moribundo, consumido por el remordimiento, la rabia y los estragos de una cacería que se ha dilatado por años, sabe que no llegará al día de mañana. Todo debe resolverse antes de que se ponga el sol.
La culpabilidad, el odio, la frustración y la imposibilidad de renunciar a una profunda dependencia definirán el vínculo de ambos personajes. A medida que se van echando en cara todos los errores que uno ha cometido contra el otro, el texto nos introduce en diversos meandros existenciales: por un lado, los del Dr. Fránquenstein, que debe cargar con la responsabilidad de haber cometido un acto contra natura cuyas consecuencias se le han escapado de control; y por otro, los de la criatura, enroscada en ese dilema tan propio de la ciencia ficción: el de la máquina inteligente que toma conciencia de sí misma y reclama su derecho a ser considerado un miembro más de la manada humana. Uno de los objetivos del libreto de Field es otorgarle un alma al monstruo, que no hará otra cosa que rogar a su creador que sienta empatía por él para no estar varado a la deriva de su propia soledad.
La puesta en escena que propone Fernando Luque vale la pena por algunos conceptos concretos. Uno de ellos es la elección de Alaín Salinas para asumir la responsabilidad de encarnar al monstruo. El joven actor peruano, que atrajo todos los focos tras su memorable rol protagonista en La Cautiva, demuestra una vez más por qué no para de salirle chamba en los teatros de Lima. Salinas se pone en la piel del engendro y para ello no hubiera sido necesario embadurnarlo en excesivas capas de maquillaje; es algo que más bien logra sacarse de dentro, una pulsión visceral a la que da forma con las herramientas atávicas de la actuación: su voz, su mirada, la hechura del cuerpo, la manera de moverse por el escenario, de imponer su presencia… Merecería la pena pagar entrada sólo para no desviar la atención de cómo este actor mantiene la tensión de su personaje sin aflojar ni un solo segundo.
El monstruo de Salinas nos recuerda el poder evocador del teatro hecho a la antigua, con cierto aliento añejo de registro alto, donde una criatura abominable es una verdad que puede cobijarse tras unos pies y unas manos en permanente rigidez, la textura rasgada de un discurso amargo y una frazada hecha de retazos de colores en la que se distinguen elementos propios de la iconografía precolombina.
Y es ahí, en la puesta en valor de los símbolos, donde encontramos otro punto fuerte de la obra. La pretensión artística de Luque es grande, y se deja notar no solo en la elección del vestuario que viste al monstruo, sino también en una escenografía que se aleja de lo convencional o expeditivo y asume ciertos riesgos. Resulta estimulante la alta carga semántica que hay detrás de cada elemento de la puesta en escena, y que parecen retar al espectador a que primero los detecte y luego los descifre.
Un primer anzuelo son las ruinas que conforman el escenario, donde una tosca huaca de adobe sirve para sentar los cimientos de dos geométricas torres de piedra. Hay una desconcertante búsqueda del sincretismo cultural, algo tan peruano, y que de alguna manera sirve para representar la misma lógica de los opuestos que encarna cada personaje: la naturaleza contra la ciencia, el instinto irracional contra el pensamiento lógico, la pureza contra lo artificial. La obra nos ubica sin disimulo en ese conflicto universal entre lo salvaje y lo civilizado. Un conflicto que, curiosamente, pertenece en exclusividad al género humano.
Más allá de esto, la obra se complementa con escenas que rememoran el pasado del joven Víctor Fránquenstein, para introducirnos en su vida íntima y en el desarrollo de sus primeros experimentos científicos. Aquí la pieza cojea por momentos y no logra alcanzar las cuotas dramáticas que pretende en algunos capítulos. De igual manera, el punto menos logrado del trabajo escenográfico tal vez sea la iluminación, avezada en su intento de materializar la cambiante textura y dirección de la luz del sol a medida que avanza el día, pero desprolija. Aunque es precisamente el juego de luces el elemento clave de unos de los momentos mejor logrados de la puesta: el que retrata el nacimiento de la criatura envuelto en un torbellino alucinógeno de descargas eléctricas.
Estos reparos empañan pero no desmerecen una pieza que funciona en su conjunto. Luque propone nuevas formas para contarnos una vieja historia. Estamos seguros de que Shelley no se sentiría traicionada por esta versión en carne y hueso de su Frankenstein literario, que este año celebra el bicentenario de su primera publicación.
MÁS INFORMACIÓN
Título: Fránquenstein. Jugando con fuego
Dirección: Fernando Luque
Dramaturgia: Barbara Field
Elenco: Alaín Salinas, Óscar Yepez, Santiago Suarez, Quini Gómez y Alonzo Aguilar
Sala: Auditorio ICPNA - Miraflores (Av. Angamos Oeste 160, Miraflores)
Temporada: Del 1 de septiembre al 7 de octubre 2018
Horarios: De jueves a lunes a las 8 pm
Precio de entrada: General S/54; Jubilados S/36; Estudiantes S/29
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