Rodrigo Ahumada | 19.11.2025

Escrito por Rodrigo Ahumada
No dejo de pensar en estas imágenes recuperadas en 35mm de Federico García Lorca sobre el escenario de La Barraca. Hay algo profundamente conmovedor en verlo allí, tan vivo, tan nítido, como si la historia, esa que tantas veces diluye, rompe y borra, hubiera decidido devolvernos un fragmento intacto de su ser. La restauración del cineasta Manuel Menchón no solo pule un archivo: nos permite mirar a Lorca como lo miraron sus contemporáneos, respirando teatro.
Porque si hay un lugar donde Lorca era plenamente él, creo que era en el escenario. Su teatro siempre fue un territorio donde la palabra se tensaba hasta quebrarse, donde lo popular y lo mítico convivían con el sentido feroz de la belleza. Así pasen cinco años, Yerma, La casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre… todas sus obras arden en esa mezcla de surrealismo, intuición poética y un pulso trágico. Lorca trabajaba con símbolos como quien zurce con luz: los caballos, la luna, la sangre, las madres, los silencios. En escena, esos símbolos no explican: nos habitan y atraviesan.
Su poesía, del Romancero gitano a Poeta en Nueva York, tiene la misma cualidad de presagio. Parece escrita desde un lugar fronterizo entre el sueño y la vigilia. Siempre he sentido que la voz de Lorca no describe el mundo: lo desencapsula. Lo abre. Lo deja sangrar.
Y pensar en todo eso, en su libertad interior, en su mirada radicalmente sensible, en su capacidad para decir lo inefable, vuelve aún más brutal la realidad de su muerte. Lorca fue asesinado el miércoles 19 de agosto de 1936, en los primeros días de la Guerra Civil, a manos de los militares franquistas. Su forma de ser, tan libre, tan poética, tan ajena a los moldes de lo “correcto”, representaba un peligro para una dictadura fundada en el miedo, el orden impuesto y la negación de lo diverso. Matarlo fue un acto político: un intento de silenciar aquello que el franquismo más temía: la imaginación, la libertad, la sensibilidad como forma de resistencia. Su ausencia es una herida que sigue abierta.
Por eso, ver estas imágenes inéditas, este breve destello de él sobre las tablas o saludando desde un coche durante una gira en 1932 con la caravana que conformaba el teatro ambulante La Barraca, es más que un hallazgo histórico. Es un encuentro íntimo. Un recordatorio de que el arte también puede ser una forma de permanecer en el tiempo, aun cuando la violencia intentó arrancarlo de él.

Menchón ha descrito ese momento del descubrimiento como “ver un fantasma”. Y, sin embargo, yo no siento que estemos viendo un fantasma: siento que estamos viendo a Lorca con vida. Su gesto, su energía, su alegría. Una forma distinta, y luminosa, de mirar a alguien que creíamos conocer.
Estas imágenes forman parte de La voz quebrada, documental que reconstruye sus últimos años y las circunstancias de su asesinato, que se estrenará en el primer semestre del 2026. Pero más allá de la tragedia, lo que queda es esto: un hombre que creía en el poder social y espiritual del teatro, un creador que entendía el arte como una forma de resistencia, belleza y libertad.
Lorca aparece otra vez. Como si volviera a decir: "Si muero, dejad el balcón abierto”. Y nosotros, agradecidos, volvemos a observarlo por ese balcón eterno que es el arte.



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