Chavín de Huántar, el teatro del más allá / Foto: Wanda Films
No es fácil llegar hasta Chavín de Huántar. El Callejón de Conchucos lo ampara con su murallón de cordilleras; lo protege y lo esconde al mismo tiempo. La carretera cambia radicalmente al atravesar el túnel de Cahuish (4,550 msnm), que deja atrás el pictórico Callejón de Huaylas, y el asfalto se vuelve viejo, estriado, lleno de baches, hasta que finalmente desaparece, y la carretera se reduce a tierra afirmada en pésimo estado, que amenaza con deslizarse en cualquier momento al fondo del desfiladero. Es duro viajar a Chavín de Huántar desde Lima; se requiere destreza al volante y mucha paciencia. Es por eso que este espectacular complejo arqueológico aún se mantiene al margen del circuito turístico tradicional del Perú. Esto tiene su cara y su cruz: no ser meca del turismo masivo es tal vez una merma para el desarrollo económico y social de las comunidades que pueblan el Callejón de Conchucos, pero, al mismo tiempo, su restringido acceso es un lujo para el viajero que recorre las ruinas del templo en soledad. No en vano, Chavín de Huántar se ha ganado la fama de ser un lugar íntimo, especial, magnético. Yo fui testigo de ello hace un par de años.
Sergio Zevallos durante el conversatorio sobre su muestra individual La Muerte Obscena. / Foto: Javier Gragera
Los dibujos del artista peruano Sergio Zevallos son toda una declaración de intenciones. La vorágine de elementos y formas es apabullante. Los bordes del papel a duras penas contienen el desenfreno creativo del autor. Los dibujos amenazan con expandirse más allá de la frágil frontera de los marcos, que ahora los muestran y los encierran en su precario formato de obras de arte en exposición. Trazos espontáneos y viscerales, en los que todo se amalgama en una trama sin profundidad de campo. Los cuerpos, la mayoría de ellos desmembrados, se encuentran, se funden y se transforman; son un collage o sucesión de retazos que conforman una única figura grotesca y deformada. La sexualidad se muestra como una conquista del otro; es latente, es ubicua; es lucha y es violencia, es placer enloquecido y dolor insoportable.
Los totémicos gallinazos de Cristina Planas se perfilan en la distancia. Sus negras cabezas, con sus enormes picos-cuchillo, puntean y rasgan la hilera de raquíticas palmeras. La mirada muerta de estos gallinazos se proyecta hacia todos lados, y todo lo vigilan en la carretera de Pantanos de Villa. Los otros gallinazos, los vivos, esas tristes aves marginales, le han cogido cariño a sus réplicas. Se posan en las enormes cabezas como si hubiesen entendido algo. Las cagadas blancas que mancillan los gallinazos falsos son ahora testigo y vestigio de esta improvisada relación entre el pájaro que vuela y su alter-ego escultórico. Los guardianes de la reserva es una instalación de la artista peruana Cristina Planas que ha consistido en intervenir 25 palmeras muertas generando una serie de gallinazos gigantes, los cuales custodian un kilómetro de la carretera que atraviesa los Pantanos de Villa de Chorrillos, la única Reserva Natural enclavada en la ciudad de Lima.
Mural en el cercado de Lima, obra de INTI / Foto: Javier Gragera
Un muro puede ser muy elocuente, de eso no cabe duda. Cuando regresé a Lima hace ahora más de dos años, una de los acontecimiento culturales que más me llamó la atención fue la celebración del Festival de Arte UrbanoLatidoamericano, que convocó a una treintena de muralistas internacionales para reciclar los viejos muros del centro histórico y convertirlos en lienzos gigantes al aire libre. Por aquel entonces, Lima me pareció una ciudad que avanzaba con paso firme hacia la modernidad; una capital contemporánea que aceptaba las nuevas lecturas del arte y que se abría a ellas con entusiasmo, encantada de la vida.