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Plaza de Armas de Lima / Autor: Javier Gragera

Nos gustan las plazas públicas, no podemos negarlo. Hay algo en ellas que las hace especiales, que las vuelve amables y cercanas. Uno se pierde en una ciudad extraña, por poner el caso, y siente una suerte de alivio al toparse con una plaza. Las plazas nos amparan; las plazas nos cautivan. Son como lugares imantados a donde van a parar los que andaban sin buscar nada en concreto. En ellas se conjura diariamente una encrucijada de pasos; y su adoquinado es algo así como un cardiógrafo subterráneo que registra el pulso vital de una colectividad.

Pensemos ahora en la ciudad de Lima: lo primero fue la Plaza de Armas, de donde empezaron a brotar las calles rectas y perpendiculares que conformaron el damero de su centro histórico. Luego pasaron los años, pasaron los siglos, y la ciudad creció, se expandió. Surgieron nuevos barrios, muchos de ellos más allá de límites insospechados, y se apoderaron incluso del desierto. Poco a poco, la ciudad se vuelve inmensa, inabarcable, desestructurada; la ciudad ya no es una ciudad, sino una metrópolis, y en ella viven más de 10 millones de personas.

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