Rodrigo Jordan | 16.10.2025

Escrito por Rodrigo Jordan
Ayer 15 de octubre, asesinaron a Mauricio Ruiz Saenz, conocido como “Trvko”, era artista y rapero. La evidencia indicaría que quien le disparó fue un policía vestido de civil. Lo único que hizo “Trvko” fue salir a protestar. La documentación audiovisual vertida en redes sociales muestra a alguien que no representaba ningún peligro para nadie. Ahora pasa a ser otra víctima que se suma a los 50 manifestantes asesinados de la misma forma por el régimen anterior.
Quienes hoy matan, desde el gobierno de José Jerí y antes desde el Dina Boluarte, son aquellos que perdieron las elecciones en el 2021. Toda reflexión debe empezar por allí. Lo que vino después del triunfo de Pedro Castillo fue una reacción antipopular y extremadamente violenta por parte de las élites económicas y su servidumbre: la clase política nucleada principalmente en el fujimorismo y en el resto de partidos de ultraderecha y aliados. Comenzó, en ese entonces, un proyecto golpista, que puede inscribirse dentro una tradición autoritaria más amplia que viene desde, al menos, los inicios del siglo XX.
La llegada de Castillo al poder, más allá de alguna valoración exclusiva acerca de lo que haya sido su gobierno, no solo representó que por primera vez en la historia republicana alguien de origen campesino, y proveniente del campo popular y del sindicalismo, llegara al poder por voto universal, sino que significó una puesta en cuestión a un orden político de careta “liberal”, pero que instrumentalizaba el Estado para sostener y reproducir un orden basado en negocios privados, privilegios y concentración de la riqueza, y en el desprecio por lo público. Sí, hablo del experimento neoliberal montado por Fujimori mediante los tanques en los 90’s.

Foto de Aldair Mejía
Como he mencionado líneas arriba, lo que estamos observando hoy es la reacción, ese es el término exacto. La palabra que nombra, y al mismo tiempo condensa y explica el fenómeno político de la muerte, ya no como un acontecimiento único, sino como un procedimiento aleccionador y disciplinario de ejecución estandarizada, puesto en marcha desde el poder, para mermar y silenciar la disidencia. La reacción de un sector social muy pequeño, muy poderoso ante la derrota no solo frente a lo popular, sino ante lo andino.
Las víctimas no son cualquiera, mayormente se tratan de sujetos provenientes de geografías racializadas: zonas de sacrificio. Las otras víctimas no mortales de las movilizaciones que iniciaron a finales del 2022, en la actualidad son procesadas por delitos de terrorismo, han sido privadas de su libertad por meses y han sufrido vejámenes aterradores en el encierro.
La democracia que tuvimos en el 2021 ya desapareció. La dictadura está dispuesta a seguir acumulando cadáveres. El proyecto golpista triunfó y para ello tuvieron que articularse los otros nodos del poder: la prensa corporativa, los órganos judiciales (mediante artefactos como el terruqueo y el lawfare), gremios empresariales y economías delictivas con representantes en el Congreso. Esa reacción no solo es propia del Perú, es también una respuesta regional de las élites ante la crisis del paradigma neoliberal. La situación no es compleja, es espantosa y desesperanzadora porque promete escalar a situaciones que ni las elecciones del 2026 van a solucionar.
Desde vitrinas académicas y mediáticas concentradas se retuerce el lenguaje para evitar nombrar el tamaño de la tragedia. Escucho hablar a conocidos analistas de “crisis de representación”. Como si semejante fenómeno fuese una suerte de agente patógeno que se forjó de la nada. Sin embargo, eluden mencionar que han sido las élites las que se encargaron de destruir la representación popular que llevó a Castillo al poder. Es decir, hay responsables. Insisto con él porque es un punto de quiebre en la historia.
De igual modo, escucho a otros “expertos” hablar de “mafias” en términos muy genéricos, en lugar de designar a los partidos políticos por su nombre. Y advierto una clara intención de des-politizar y des-economizar la crisis, y situarla solo en el ámbito del déficit operativo o de gestión ineficiente, para así soslayar el origen sistémico del ya consumado Estado fallido en el estamos inmersos. Este concepto explica la fase a la que llega un Estado que es incapaz de ni siquiera garantizar la vida de sus ciudadanos.
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