Miguel A. Vallejo Sameshima | 29.04.2016
Enviado por ENLIMA, llego a la galería de arte Ryoichi Jinnai del Centro Cultural Peruano Japonés y me da la bienvenida el retrato de José Watanabe, de mirada profunda y contemplativa tras anteojos antireflex. Watanabe, un poeta de la luz, cuyos versos encierran siempre sabiduría. La estructura de sus poemas sigue la de los haiku, con el aire bucólico de su Laredo natal. Y también nos regaló los guiones de las películas más vistas de los años ochenta. Aunque no lo conocí, me enseñó a amar rápido bajo el ardiente y perverso reino del sol. Frente a Watanabe descubro a un doble, un imagen en el espejo, la cual me hace pensar que la (mala) copia soy yo. ¿Qué diablos hace mi cara frente a la de Watanabe en una exposición de homenaje a los escritores nikkei peruanos?
Debe de ser un error. Es el exceso de trabajo en este mes cruel, causa natural de alucinaciones o evocadora de espíritus malignos. Antes de que mi imagen salga del cuadro, o de descubrir que la entidad nefasta soy yo, prefiero recorrer la muestra completa. Un repaso por autores descendientes de japoneses que me obligue a replantear lo dicho a la redacción de TV Robles, en La Mula hace unos días, eso de que no existe la literatura nikkei en el Perú porque nunca hubo una corriente estética o temática al respecto.
En el recorrido expositivo sigue un amigo, Augusto Higa, cuya seriedad contrasta con el rojo brillante de su camiseta. Higa, el de la prosa cadente, de adjetivos precisos para narrar historias de personajes que se dirigen con vitalidad a la muerte, como su Katzuo Nakamatsu. El gran Higa, el que ha explorado las experiencias de los nikkei peruanos, capaz de conmover hasta cuando describe una calle vacía. Cada vez que se lo comento en su casa surquillana, cambia de tema con una modestia impasible (¿está bien puesto el adjetivo, maestro Higa?).
Al lado de Higa está Nicolás Matayoshi, poeta a la vez que difusor de las tradiciones wankas. La sonrisa de su retrato es la misma con la que me recibió alguna tarde feliz en el Huancayo donde es referente y guía. Sigue Fernando Iwasaki, dibujado con una chalina verde que usa mucho antes de que se inventara el término hípster. Alguna vez espero entrevistarlo sobre sus narraciones híbridas, que siempre dicen más de lo aparente. Su ensayo testimonial acerca de cómo ha cambiado la Navidad en el Perú prueba que lo esencial no necesita excesivas notas a pie de página ni una pedante enumeración de autores.
¡Vaya si han elegido escritores excelentes para este homenaje! ¿En serio habrán incluido a alguien con mi rostro aquí, al lado de estos monstruos que pueden entrar en cualquier antología en español?
Continúa una imagen contemplativa de Doris Moromisato, a quien he entrevistado, con quien he coordinado presentaciones, pero creo que no se acuerda de mí. ¿Por qué habría de hacerlo si la han entrevistado decenas de veces y como Directora Cultural de la Cámara Peruana del Libro durante doce años ha coordinado cientos, sino miles de eventos? De Doris recuerdo su sentida recopilación de testimonios sobre la inmigración okinawense, algunos versos telúricos a la vez que feministas en Diario de la mujer es ponja, y su empuje para masificar el libro electrónico en el Perú que nos empeñamos en desoír como a tantas otras buenas ideas.
No hay noticias de mi doble mientras veo a Juan Carlos de la Fuente Umetsu, a quien conocí la semana pasada comiendo makis con el mismo saco amarillo con el que ha sido retratado. Lo leí apenas hace unos años, sus versos tan japoneses, vinculados a la naturaleza con la brevedad de un haiku. “El sueño cae / murmura / y no le vayas a poner un rostro para saber que aquí / creció la flor y hay ojos / por todas partes / y ninguna mirada”, escribió, y vaya si me inquieta el pensar en rostros y en miradas.
Me acerco a mí imagen macabra y tengo miedo, pero encuentro calma en un amigo, Carlos Yushimito, sobrio y elegante. Para mí es el mejor cuentista peruano vivo. Sus relatos podrían ambientarse en casi cualquier lugar pues sus historias íntimas trascienden los espacios y se enfocan en lo humano. Carlos suena (la sonoridad y el ritmo son claves en su obra) a brasileño, a Rubem Fonseca, a Guimarães Rosa. Y sigue experimentando, incansable. Es casi de mi edad pero ha sido mi profesor, y nos enseñó (recordó) que leer puede ser más importante que escribir, y que cuando uno escribe, lo hace acompañado de sus lecturas y aun de las lecturas de los autores que ha leído.
Tilsa Otta es la penúltima de la lista según el orden de edad, pues es apenas unos meses mayor que yo, así que vive la flor de la juventud. Solo he leído poemas sueltos de ella y no la he entrevistado, pero para cualquiera que siga al arte y cómic peruano es una figura conocida, y siempre involucra poesía en lo que hace. Cuando yo era un desempleado pateando latas con efecto, ella ya tenía una columna de opinión.
¿Literatura nikkei?
No era una fantástica broma. Estoy allí, rodeado de autores a quienes admiro. Me veo mejor en el dibujo, cortesía del artista Ricardo Olazo que ha hecho todos los retratos. Las palabras sobre mi obra, a cargo de Diana Gonzáles, hasta parecen convencerme de que merezco estar en esta sala, yo, un narrador amante de la serie B, grafómano compulsivo que denostaba de los autores prolíficos y tiene once libros publicados antes de cumplir 33 años, con invasiones temporales a campos como el ¿arte? o el cine, pero incapaz (por ahora) de escribir un poema decente. Es como si mi cara en esa pared me dijera que es mejor aceptar con humildad este reconocimiento, y que habrá que trabajar más duro para merecerlo algún día. Cuando voy por un cigarrillo a la calle, siento que mi dibujo hace una mueca más cómica que terrorífica.
Sobre la exposición, me atrevo a comentar que quizá hubieran podido incluir a Félix Toshi Arakaki, narrador social también vinculado al teatro, cuyas crónicas mantienen elementos propios de la ficción. O Arturo Higa, más conocido por su trabajo en artes plásticas y cómic, quien tiene un excelente poemario. Y, por qué no, Enrique Kawamura, cuya novela La sonrisa aparente es de lo más extraña por negar la trama y otras formas clásicas de la narración, a la vez que investiga la cultura prehispánica de su Cusco natal.
Al repasar a estos y otros autores más, sigo convencido de que la literatura nikkei no existe por los mismos motivos expuestos antes: no hay una unidad temática o estética. Y ahora entiendo que eso es mejor aún, puesto que sí hay vínculos entre las diferentes propuestas, pero con un fin abierto, libre. En términos más amplios, lo nikkei en nuestro país, si acaso es posible definirlo, es una forma de ser peruano (sea lo que fuere que esto signifique), y reducir las búsquedas de los autores nikkei a un enfoque sesgado sería empobrecer nuestra mirada sobre ellos. Como pensar que todos los de ojos rasgados son fujimoristas.
Finalmente, unas líneas para autores que, sin ser descendientes de japoneses, han presentado el mundo nikkei peruano o al mismo imperio del Sol naciente. Desde Luis Arriola y sus cuentos ambientados en Japón, donde vivió durante años (es más japonés que muchos nikkei, incluido yo), pasando por Isaac Goldemberg con su setentero teniente Katón Kanashiro en la novela Acuérdate del escorpión, o Ernesto Carlín y su conflictuado Takashi: historias robadas. Eso por no mencionar la enorme influencia de escritores japoneses en decenas de autores peruanos. Pero esa es otra historia.
La exposición Escritores nikkei peruanos, con retratos y perfiles literarios de nueve autores como José Watanabe, Augusto Higa y Fernando Iwasaki, se puede visitar hasta el 28 de mayo 2016 en el Centro Cultural Peruano Japonés, de lunes a viernes de 2 a 8 p.m., y sábados de 10 am a 1 pm. Ingreso libre.
Añadir nuevo comentario