Sebastián Zavala Kahn | 13.12.2016
Crítica cinematográfica por Sebastián Zavala Kahn
Siempre es difícil innovar con una película de deportes. Trátese sobre un niño o un adulto, un jugador de fútbol o un boxeador, un personaje de la vida real o uno inventado por un guionista, existen ya tantos clichés y estereotipos sobre el género, y tantas expectativas de los fans hacia este tipo de historias, que resulta casi imposible evitar la influencia de grandes filmes como Rocky o Toro Salvaje.
Una película como Guerrero, por ejemplo, no está tratando de reinventar la rueda. El hecho de que esté basada en una historia real parece no haber afectado la estructura de su guion, o las referencias a cintas deportivas desde Bad News Bears hasta la relativamente reciente Goal!. Esto resulta en una producción que se siente muy familiar, pero que a la vez nunca llega a meterse en la piel de sus espectadores. Guerrero es una película cumplidora, bien actuada y por momentos divertida, pero jamás desarrolla una identidad propia.
El filme, dirigido por Fernando Villarán (Viejos Amigos) está inspirado en la infancia del jugador de fútbol nacional Paolo Guerrero. Seguimos a nuestro protagonista, interpretado por el novel Rony Shapiama, cuando tiene diez años de edad. Vive con su estricta pero amorosa madre (Magdyel Ugaz) y con su abuelita (Rosa Guzmán) en un humilde hogar. El chico ama el fútbol, pero se aburre en el colegio. Sin embargo, el director del colegio Los Reyes Rojos, Constantino Carvallo (Javier Valdés) ve potencial en Paolo durante sus entrenamientos con el equipo de menores de Alianza Lima, por lo que le otorga una beca para que estudie con él. Es esta oportunidad, junto con el reencuentro con su alejado padre (Paul Vega), lo que despierta la “chispita” del fútbol en Paolo, la cual lo irá convirtiendo en el jugador que todos conocen hoy.
Dicha narrativa, previsible pero entretenida, se ve interrumpida de cuando en cuando por secuencias de sueño en las que vemos al joven Paolo interactuar con su versión contemporánea, interpretada, por supuesto, por el mismísimo jugador. Es una decisión poco ortodoxa que sin embargo logra otorgarle algo de emotividad al filme; no todas estas escenas funcionan (una de ellas sirve, básicamente, para mostrar el nuevo celular de LG, el único momento verdaderamente descarado de product placement en la cinta), pero al menos culminan en un momento honesto y divertido, filmado en Río de Janeiro.
El guion de Daniel y Diego Vega (Octubre, El mudo) logra desarrollar de manera efectiva al personaje de Paolo. El espectador realmente llega a creer en el chico, un niño común y corriente que ama el fútbol, siente curiosidad por su ausente padre, y logra desarrollar fuertes amistades tanto dentro como fuera de la cancha. Los personajes secundarios, lamentablemente son, en su mayoría, arquetipos. Tenemos desde el entrenador estricto y algo abusivo (Lucho Cáceres), hasta el padre irresponsable que regresa a la vida de su hijo, la madre gritona y el mejor amigo nerd.
Rony Shapiama no da una actuación particularmente pulida como el joven Paolo, pero esto se compensa con su carisma innato y su energía. Además, ayuda el hecho de que, y eso se ve con claridad, sea muy talentoso en la cancha; se nota que, para los productores, era importante encontrar a un chico que no solo sepa dar una sólida actuación, sino que también pudiese jugar fútbol de manera creíble y vistosa. Shapiama está rodeado de actores de carácter que, a pesar de tener papeles sencillos, hacen un buen trabajo; Javier Valdés y Paul Vega son particularmente efectivos como las dos figuras paternas principales en la vida de Paolo.
El 'blackface' de Maddyel Ugaz
Lo cual nos lleva al controvertido papel de Magdyel Ugaz. Mucho se ha dicho sobre su caracterización como la madre de Paolo; que es un caso de evidente racismo, discriminación, mal casting, o incluso un vergonzoso ejemplo de ‘blackface’. Y aunque no pienso defender la presencia de Ugaz en la película, al menos puedo admitir que los problemas con el personaje no se deben a su actuación. De hecho, Ugaz es convincente, tanto en los momentos más callados y emotivos con su hijo, como en las situaciones disparatadas en la que la vemos gritando o ‘carajeando’.
No obstante, el hecho de que Villarán, el resto del equipo de Tondero y, supuestamente, la madre de Paolo Guerrero, hayan decido elegir a Ugaz para interpretar a un personaje afroperuano plantea algunas preguntas. ¿Realmente no había ninguna actriz afroperuana disponible para interpretar al personaje? ¿De verdad necesitaban a una ‘estrella’, cuando el filme ya contaba con Lucho Cáceres, Paul Vega y el mismísimo Guerrero? ¿Y puede un productor de cine ignorar la raza de un personaje a la hora de realizar el casting, cuando dicho aspecto es tan importante para su caracterización? Se siente muy extraño, por ejemplo, cuando el personaje de Vega insiste en llamar ‘negrita’ a Ugaz. La inclusión de una peluca barata y maquillaje para oscurecer su piel definitivamente no ayuda.
Lo más curioso de Guerrero, sin embargo, y fuera de cualquier controversia de casting, está en el hecho de que de manera muy fácil hubiese podido ser la historia de cualquier otro niño fanático del fútbol. Sin ánimos de ofender a nadie, hay que admitir que, al concentrarse en la infancia de Paolo, la cinta no presenta ninguna situación que se sienta exclusiva del personaje. De hecho, el guion sigue una narrativa previsible y típica del subgénero, por lo que si reemplazaban el nombre del protagonista por cualquier otro y descartaban las secuencias de sueño, poco hubiese cambiado. Ligar esta historia con el jugador de fútbol nacional más mediático del momento, por supuesto, hace que la película sea mucho más rentable.
Técnicamente, Guerrero está bien, como suele suceder con toda producción de Tondero. La dirección de fotografía de Inti Briones es cumplidora —aunque hubo un par de momentos con lens flares innecesarios, especialmente al principio de la cinta— y aspectos técnicos como el sonido están impecables. El uso de canciones conocidas, desde salsas nacionales hasta temas como U Can’t Touch This de MC Hammer, sirven para otorgarle algo de estilo a la película, y para establecerla en una época muy específica de nuestra historia contemporánea.
Sin embargo, Villarán abusa de los planos de drone —entiendo que estén de moda, pero hubo momentos en los que se sentían redundantes—, y muchas escenas están grabadas exclusivamente con planos cerrados o planos-contraplanos, lo cual les daba una sensación claustrofóbica innecesaria, como si Villarán tuviese medio de establecer espacios con planos más abiertos. Los partidos de fútbol, felizmente, están grabados con energía; la cámara se mueve junto a Paolo y sus compañeros, y los ralentis son utilizados para enfatizar los movimientos más vistosos o los goles más sorprendentes.
Desafortunadamente, Guerrero no es más que la suma de sus partes. Las actuaciones son sólidas y la dirección de Villarán —quien recibió la ayuda de la talentosa Lizet Chávez, quien también interpreta, brevemente, a una profesora de colegio, para dirigir a los niños— funciona, pero la sencillez y previsibilidad de la trama, junto con un clímax poco emocional, no logran justificar del todo la existencia del filme. ¿Valía la pena contar la historia de Paolo Guerrero, al menos de esta forma? Los números dirán que sí (la cinta rápidamente se está convirtiendo en el estreno más taquillero del año), pero dudo que el tiempo vaya a hacer lo mismo.
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