'Salir': Nadie es dueño de su destino, a menos que uno nunca haya amado

Carlos Mesta y Ebelin Ortiz forman parte del elenco de 'Salir' | © Difusión

Crítica de teatro por Javier Gragera

A veces tenemos la extraña ocurrencia de tratar de entendernos a nosotros mismos. Eso le sucede a Alonso, un escritor que, tras romperse por enésima vez en su vida las mismas costillas, tiene que ser internado en el hospital. A partir de ese momento, su situación se vuelve un encierro involuntario que lo empujará a enfrentarse frontalmente con su pasado. Él escarbará en sus recuerdos como quien busca la salida de emergencias en medio del desconcierto. Los padres y los mejores amigos se revelarán entonces como los pilares existenciales de un hombre lo suficientemente orgulloso para creer que puede valerse por sí mismo. Nadie es dueño de su destino, a menos que uno nunca haya amado.

Salir, texto escrito por Daniel Amaru Silva, quien comparte el trabajo de dirección con Rodrigo Chávez, es una propuesta escénica pretenciosa y valiente, que hace un retrato emocional de la incapacidad del individuo para imponerse en un mundo tejido a fuerza de vínculos afectivos. Los actores parecen toda la función encadenados a unas banquetas que los ubican en el escenario. No existe movimiento más allá de la permanencia en sus posiciones, de esa pequeña parcela del mundo que se entiende que les pertenece en exclusividad, como una propiedad privada inalienable, y que no les permite anular la distancia que los separa. Ese alejamiento y esa inmovilidad construyen así un retrato narcisista de la conciencia humana, donde las banquetas en las que se sientan los actores son cimientos inflexibles desde los que defienden su visión de la vida.

De esta manera, los personajes hablan, pero no hacen nada. El espectador es quien se encarga de poner en movimiento las escenas, rellanando el vacío que aísla a los actores y reconstruyendo mentalmente las acciones que nunca son materializadas. La puesta en escena se convierte así en un ejercicio de memoria colectiva, donde todos nos reunimos para construir una obra juntos: los actores con palabras y gestos, y los espectadores con imaginación.

No hay concesiones posibles en esta propuesta tan potente en la lírica de la emoción abstracta, y en la que todo es crudo, todo es directo, todo es frontal. Los actores, en lugar de dialogar entre ellos, confrontan directamente al público con sus textos, como si se desahogaran o se confesaran o buscasen desesperadamente la comprensión de aquel testigo mudo que ahora les está observando desde la cómoda posición de sus butacas. Imposible no sentirse implicado, mantenerse al margen; los actores reivindican una vez más a un espectador activo, al que interpelan forzosamente echándole en cara cada palabra dicha.

 


Evelyn Ortiz y Óscar Meza forman parte del elenco. / Foto: Difusión

Los actores realizan un trabajo coral bien ensamblado, estructurado con la fría precisión de un cirujano. Lo fragmentario se torna entonces rítmico, y las frases se hilvanan de boca en boca, con intención polifónica, tal vez tratando de poner de manifiesto que la verdad no le pertenece a nadie, sino que más bien esta no es otra cosa que la construcción de una mentira colectiva. ¿Quién tiene finalmente la razón en este mundo saturado de opiniones y puntos de vista enfrentados? Esa es una incógnita que esta historia no pretende resolver, pero que definitivamente sí la pone de manifiesto.

El montaje, sin embargo, no es redondo, y resulta precario a nivel técnico, con un juego de luces plano y que muchas veces se queda a medio camino en su intención de ser algo más que un elemento meramente estético. Se echa en falta un trabajo de iluminación más riguroso a la hora de poner en relieve y potenciar el movimiento sinfónico de los diálogos cruzados. Por otro lado, el uso de una voz en off que se cuela de tanto en tanto en la narración no aporta y distrae al espectador, convirtiéndose así en un recurso muchas veces inoportuno y desconcertante.

En cuanto al reparto, cabe destacar la actuación de Carlos Mesta, quien interpreta a Alonso, el escritor que sirve como eje central de esta obra. Su actuación es convincente y rica en matices. Él, al igual que sus dos otros amigos del alma en la ficción, encarnados por Ebelin Ortiz y Nicolás Fantinato, tiene que asumir el riesgo de interpretar su rol desde 3 etapas distintas en la vida de una persona: su infancia, su juventud y su adultez. Por otro lado, destaca el excelente trabajo dramático realizado por Óscar Meza y Alexa Centurión, que tienen que dar voz a la irremediable confrontación dialéctica de un matrimonio partido, en el que las palabras se mezclan continuamente pero nunca llegan a encontrar entendimiento.

A la hora de cerrar el guión de Salir, Daniel Amaru tal vez se empecinó en la idea de tener que darle la espalda a su personaje principal, un escritor incapaz de ponerle un punto y final a nada. Sin embargo, la machacona reiteración de algunas claves poéticas ya expuestas desgasta el impacto que pretende provocar el epílogo, restándole brillo. Un pequeño tropiezo justo al lado de la línea de meta que sin embargo no desmerece la obra en su conjunto, que busca conmover y conmueve. Daniel Amaru es al día de hoy una de las voces más atrevidas y relevantes de la dramaturgia peruana.

Salir se puede ver hasta hasta el 14 de diciembre 2015, en el teatro de la Alianza Francesa en Miraflores, con funciones de jueves a lunes a las 8 pm.