'Tebas Land': Teatro que sale de su propia jaula

Emanuel Soriano protagoniza esta historia escrita por Sergio Blanco. | © Difusión

Crítica de teatro por Javier Gragera

Un dramaturgo, a modo de conferencia o clase maestra, se dirige al público para presentar el nuevo proyecto que tiene en mente: quiere crear una pieza que involucra a un joven parricida que cumple condena en prisión. Su intención es ambiciosa, y rechaza la convención de trabajar con actores profesionales. Martín Santos, el criminal, debe subirse al escenario e interpretarse a sí mismo. Para hacerlo posible, las autoridades obligan al dramaturgo a instalar una jaula sobre el escenario, a modo de celda Abimael Guzmán, de la que no podrá salir el reo durante toda la función. Las cartas ya están sobre la mesa. El dramaturgo visita al parricida en la prisión para convencerlo de participar en el proyecto. Martín Santos duda, se entretiene jugando al baloncesto y finalmente acepta. Ha llegado el momento de empezar a construir la obra. Y así arranca también la historia de esta historia.

Tebas Land, obra escrita en 2012 por el franco-uruguayo Sergio Blanco, ha llegado a Lima precedida de un éxito abrumador. Ha sido estrenada en Argentina, España, Alemania y Francia, por mencionar algunos de sus destinos internacionales, y el año pasado ganó el Award Off West End de Londres como Mejor Producción, bajo la dirección del inglés Daniel Goldman. Es fácil entender la fascinación que despierta esta pieza donde la emoción sabe hurgar en las entrañas, mientras en paralelo la puesta en escena va construyendo sugestivos laberintos conceptuales. Ese es el mejor aval del texto de Blanco: es complejo y carnal al mismo tiempo.

En una línea de diálogo de Tebas Land, Martín Santos le dice al dramaturgo: “Qué raro”. “¿Qué cosa?”, replica el otro. “Eso del teatro”, responde el joven asesino. Este guiño dirigido a la platea nos hace entender desde un primer momento que aquí se ha venido no solo a ver teatro, sino también a hablar sobre él. El metalenguaje que plantea el libreto es muy estimulante. El personaje que hace de dramaturgo, quien apela permanentemente al público, no pretende ocultar nada. Desnuda sus herramientas de trabajo, confiesa sus dudas y celebra sus aciertos, al tiempo que comparte con el espectador sus interrogantes sobre el proceso de creación de una obra de ficción que pretende, encerrada en su propia paradoja, ser lo más fiel posible a la realidad. No es una novedad la idea, pero sí la manera en que Blanco le ha dado forma. El meta-teatro forma parte del ADN creativo de este autor, quien ya jugó con cartas parecidas en la obra La ira de Narciso, pieza que se presentó en Lima hace dos años dentro de la programación del Festival Sala de Parto 2016.

El planteamiento del montaje que propone ahora Gisela Cárdenas, a cargo de la dirección, se ciñe a la puesta original presentada en su momento por Blanco, que incluye ciertos elementos tecnológicos, como pantallas de televisión que cuelgan del techo y que proyectan las imágenes que registran en vivo ficticias cámaras de seguridad. Así vemos la sala de teatro desde distintos puntos de vista, mientras en el centro del escenario se mantiene como elemento imponente la cancha de básquet enjaulada donde mantienen sus conversaciones el parricida y el dramaturgo, y donde también ensayan este último y Federico, el joven actor quien, a su vez, interpreta al parricida. La escenografía se presenta como un elemento indispensable para construir el juego de espejos entre lo verídico y lo ficticio, dos dimensiones que se orillan en los límites de la jaula.

Hay algo picaresco en el libreto de Blanco, quien con sencillos recursos logra que la acción se mueva en distintas capas de realidad para jugar al gato y al ratón con el espectador. Blanco es un prestidigitador que se divierte exhibiendo públicamente todas sus artimañas. Y como siempre sucede ante un buen truco de magia, al público no le queda otra que tratar de encontrar el mecanismo escondido. Pero no nos engañemos: la duda ante lo que hemos visto será permanente y nadie estará seguro de tener la respuesta definitiva. La de Tebas Land es una dramaturgia que nunca termina por cerrarse del todo.

El trabajo actoral es un mano a mano entre José Manuel Lázaro y Emanuel Soriano. A Soriano le sobra desparpajo para desdoblarse en sus dos personajes sin estridencias: el parricida y Federico, el actor que interpreta al parricida. Su actuación es convincente y equilibrada. No se puede decir lo mismo de Lázaro, a quien a veces le falta espontaneidad, y en otras meterse del todo en su personaje, el siempre dubitativa e implicado emocionalmente dramaturgo. Da la sensación de que el actor no se siente cómodo en esa obligación de tener que estar cruzando permanentemente la frontera de la jaula, de actuar como quien hace equilibrismos sobre un alambre.

Una de las grandes dificultades de la performance de Lázaro es lograr que su personaje conviva con una homosexualidad tranquila, que no oculta, pero de la que parece no tener tampoco necesidad de vanagloriarse. Inevitable aquí hacer paralelismos entre esta figura y el novelista Truman Capote, quien tuvo una conflictiva relación sentimental con Perry Smith, uno de los asesinos que retrató exhaustivamente en su novela de no-ficción A sangre fría. Capote visitaba con regularidad a Perry Smith en su celda y le escribía cartas para indagar en las motivaciones de su crimen, y luego no pudo soportar ser testigo presencial de la ejecución del condenado a muerte en la horca. La influencia de Perry Smith y del largo proceso de escritura de A sangre fría, libro que se demoró 5 años en terminar, fue una experiencia devastadora para Capote, de la que nunca logró recuperarse. El escritor no volvió a publicar otra novela.

Con el paso de las décadas, la historia real que hay detrás de la creación de A sangre fría, con la puesta en duda de la veracidad de lo narrado o la indagación en el complejo calvario interior que vivió Capote, ha generado tanto o más interés que la novela en sí misma. Algo así también sucede con Tebas Land, pues a medida que avanza la obra cada vez importa menos la reconstrucción del crimen y cada vez más la relación sentimental entre el dramaturgo y el parricida. Es una historia que nos habla de la necesidad de acercarnos al otro, de esa arriesgada empresa que es meternos en la piel de otras personas. Teatro, a fin de cuentas.

Esa cosa rara…

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