Rodrigo Jordan | 29.04.2025

Escrito por Rodrigo Jordan
Me enteré de la muerte de Eduardo Galeano en el bus, camino a la universidad. Con la cabeza apoyada en la ventana, muerto de sueño. Lunes 13 de abril de 2015. La noticia me impactó, como un golpe seco en medio de la espina dorsal. Una sensación de vacío me tomó por asalto. Galeano fue uno de los escritores que más me había marcado durante mi adolescencia tardía, cuya obra influyó sobremanera en mi militancia ideológica.
Descendí raudo del bus y corrí hacia el tercer piso de la biblioteca. Era mi último semestre. Eran mis últimos días en esa suerte de refugio, inventado para soportar los ataques de ansiedad, que en ese entonces hacían insoportable el mundo de afuera. Tomé todos los libros suyos que encontré y los desplegué sobre una carpeta. Quería escribir sobre todos ellos, pero se me caían las palabras y el tiempo y el deseo y el entusiasmo. Había leído casi todos, pero comencé a releer dos que me habían revolcado el corazón: Días y noches de amor y guerra, y El libro de los abrazos.
En el primero encontré un Galeano comprometido con las secuelas de las infames dictaduras militares latinoamericanas. Oí la voz de los torturados, los desaparecidos y los exiliados: sus agonías y desencantos. Trazó una estética del dolor y habilitó un diálogo con quienes aún esperan —con resignación o desesperación— encontrarse con lo arrebatado. Es la memoria de los susurros, de las voces jamás habladas.
Capturé una foto de una de las páginas. Diez años después, el almacenamiento del celular me la recuerda. Hay un extracto que dice «la memoria guardará de mí lo que valga la pena, la memoria sabe de mí más que yo y ella no pierde lo que merece ser salvado».
En El libro de los abrazos contó que un hombre del pueblo de Neguá (Colombia) subió al cielo y que a la vuelta narró que vio desde arriba la vida humana, dijo que somos como un mar de fueguitos. Y Galeano agregó que cada persona brilla con luz propia entre todas las demás, y que no hay dos fuegos iguales, pues los hay grandes y chicos y de todos los colores. Que hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Y que algunos no alumbran ni queman y que otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y que quien se acerca, se enciende.
Como cuando le entregué a Ella esa historia pequeñita. La leyó y no me olvido de aquella risa tan dulce. Sus ojos iluminaron aquel mediodía gris. Advertí en ellos que algo de ese lenguaje se le escapaba, y yo ya no podría devolvérselo, pues me iría pronto y tenía la intuición de que no la volvería a ver más. Y Galeano tuvo razón, porque Ella era única entre ese mar de fueguitos, brillaba con luz propia, era uno de los más grandes, de esos que contienen todos los colores, y de los que arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y recuerdo que, cuando me acerqué a Ella aún más, y le tomé la mano, me encendí.
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