Patetismo en 16mm: apuntes sobre Un poeta | FCL

Un poeta de Simón Mesa Soto

Escrito por Rodrigo Ahumada

Nadie me advirtió que Un Poeta de Simón Mesa Soto era, en el fondo, un thriller psicológico. No entiendo por qué la gente se ríe de las desgracias del personaje. Quiero creer que eran risas nerviosas, fruto de la incomodidad, y no de burla. Aunque, claro, es más fácil no reconocerse en el espejo y reírse del otro. Si bien la película se presenta como una comedia dramática, a mí me golpeó de otra manera: cuando la caricatura se transforma en un retrato grotesco del patetismo, de la vida misma, que puede ser absurda, miserable y dolorosa.

La vida de Óscar Restrepo, el Poeta, es la de un Sísifo en Medellín que carga una piedra negra llamada “Poesía”. En él se hace evidente la línea delgada entre terquedad y perseverancia, dilema que define si somos necios o dichosos —por no decir imbéciles o bendecidos—. Poeta laureado en su juventud que con los años empino demasiado el codo para dejar de lado los lápices y cuadernos. Empecinado en honrar la obra de José Asunción Silva —poeta colombiano que se disparó al pecho a los 31 años—, Óscar es un hombre venido a menos que tropieza una y otra vez, pero que, con un corazón aparentemente noble, intenta recomponer sus vínculos, sobre todo con su hija.

Uno de los aciertos del director ha sido el casting: el cuerpo frustrado e incómodo de Ubeimar Ríos dibuja la existencia del Poeta y nos grita por piedad. Su sonrisa forzada nos recuerda al bufón que exagera hasta desfigurar su rostro. Pero él no exagera, él es así. Un cuerpo que no sabe habitarse, que no entiende las formas sociales ni las convenciones estúpidas —pero normalizadas— que nos obligan a ver todo de manera concreta y olvidar que aún podemos sentir la mano del sol sobre nuestros dedos, sentir que la vida nos atraviesa para siempre.

Este Poeta sigue succionando la teta materna, y yo no podía dejar de pensar en la Caridad Romana: ese gesto “noble” en que una hija amamanta a su padre condenado a muerte. Pero en la película no hay caridad, hay codependencia, es el amor aplastando el amor. El Poeta es un paria que peca de vividor y su madre —quizá la madre latinoamericana por excelencia—, pese a sus quejas y rencores, es feliz con el hijo a su lado.

El Poeta camina hacia el cadalso con los ojos abiertos. Pero este velo absurdo es rasgado por quienes lo rodean y saben que ha hecho de su vida una miseria. Que este cuento del “poeta maldito” es cosa de su juventud y que toda decisón que ha tomado lo ha llevado a un vacío ridículo en una sociedad que todo lo convierte en producción y negocio.

Pero no todo es desgracia. Esta obra es capaz de conmovernos y hacernos creer que hay justicia cuando el Poeta, obligado a dictar clases en un colegio para “corregir” su vida, conoce a una joven estudiante que escribe poemas en medio de un cuarto que comparte con sus hermanos, sobrinos, tíos y abuela. ¿Cuarto o prisión?, se pregunta Yurlady (Rebeca Andrade). Ella nos enseña que la vida puede ser simple y plena, en medio del infortunio, sin rebosar arte, premios ni aplausos. El talento no la empuja a triunfar como esperan los demás, no quiere ser la gran poetisa de los barrios humildes. Solo se entretiene escribiendo y dibujando lo que siente en un cuaderno bonito.

¿Será que la vida busca la poesía incluso en medio del atosigamiento? Esta joven no sueña con la poesía, pero sabe que el sol puede ser buena compañía cuando se piensa a sí misma, a solas, en una banca. Un momento que revela la hermosa soledad de estar con uno mismo. Solo dos personajes comparten esa capacidad de escapar del día bajo el amparo del dios sol: ella y Óscar.

Las críticas y preguntas que deja la película son necesarias: ¿por qué para hacer arte hay que ser exotizado, pensar en la audiencia y esperar que la mirada eurocéntrica te “rescate”? ¿Por qué prosperan los mercaderes de poesía con sus asociaciones donde enseñan a escribir? ¿Por qué los jóvenes reproducen lo que está de moda y no lo que realmente quieren? En tiempos en que incluso los gestores culturales hablan de estrategias de marketing, consultan abogados y calculan las implicancias reputacionales de cada paso, esta película mete el dedo en una herida nueva: la cultura del bienestar como disfraz para alimentar el ego y el bolsillo.

El hecho de haber sido filmada en 16 mm es, en sí, una declaración: un recordatorio de que incluso un personaje triste y miserable puede ser visto con una estética particular. Es un contraste que evidencia el amor del director por el arte y la poesía, en medio de una ciudad que amontona familias en un solo cuarto, instituciones educativas que se lavan las manos y propuestas culturales que funcionan como lavaderos morales.

Aun con algunas escenas de más —donde se hiperboliza el patetismo y la risa resulta fácil—, la película sigue siendo clara en su propósito y luminosa en su capacidad para desnudar la ternura oculta en sus personajes.

Este es un retrato durísimo de cómo se gesta la cultura en América Latina. Lamento por quienes tengan que verla con subtítulos, porque el guion y el lenguaje nos vuelven cómplices de una realidad que solo comprendemos quienes vivimos aquí.

De seguro es la película que ganará el festival.

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