Diego Arévalo | 11.03.2018
Artículo escrito por Diego Arévalo
“Quien es radicalmente maestro no toma ninguna cosa en serio más que en relación a sus discípulos, –ni siquiera a sí mismo–”. Nietzsche
No más “merlinadas”, es definitivo. Para alegría y tristeza nuestra, ya se estrenó en Netflix la tercera y última temporada de Merlí, la serie teen catalana que ha sido una verdadera sensación local e internacional, en la que un profesor de filosofía, con su eterno retrato de Nietzsche bajo el brazo, llega como una tormenta al instituto Ángel Guimerá dispuesto a “ponerlo todo patas arriba”, como según dice es el deber de la filosofía. La tormenta es, por supuesto, de ideas y los pensamientos de Sócrates, Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Schopenhauer, Foucault, entre muchos otros pensadores más, desfilan a lo largo de cada episodio y se entreveran con los conflictos internos y externos de sus alumnos: repasan la teoría en las clases y vemos cómo la aplican –y también cómo no la aplican– en sus vidas diarias. Porque lo que más apasiona de esta serie es ver cómo viven la edad de la rebeldía, intercambian whatsapps, se confunden, se pelean y se enamoran mientras se dan un par de vueltas por el Partenón.
Dije que las “merlinadas” ya no van más, pero la herencia de nuestro profesor de filosofía favorito, Merlí Bergeron, es eterna, y su aporte humanista para con los Peripatéticos del siglo XXI –y el placer estético que ha provocado en nosotros, cada uno de los espectadores– no se le puede comparar con nada. Esta serie es un lunar, una extrañeza, una anomalía si la comparamos con la mayoría que abundan online, por cable o por donde sea. Jamás entretenimiento y conocimiento estuvieron tan bien conjugados, aplicados.
En uno de los episodios, tres alumnos tienen la mala suerte de ver como un hombre se arroja desde el quinto piso. Así es como tenemos la excusa perfecta para hablar en clase de El mito de Sísifo de Camus, libro tópico, y abordar el problema del suicidio. En otro, tenemos un problema contemporáneo: el video íntimo de una de las compañeras de clase ha ido a parar de celular en celular. Merlí Bergeron, fiel a su estilo, ignorando la hoja de estudios, decide ilustrarlos:
“Como la cosa va de videos, les hablaré de un filósofo que no les enseñarán nunca. Ni siquiera en la carrera de filosofía. Se llama Guy Debord. Según él, el nuestro es un modelo de sociedad que convirtió la vida de la gente en un espectáculo. Para este pensador, que no conocía las redes sociales, vivimos en una especie de pantalla global donde todo el mundo quiere ser visible a cualquier precio. Dicho de otra manera: si no te muestras, no existes. Por lo tanto, lo único que cuenta es lo que proyectamos de nosotros mismos en una imagen. ¿Qué opinan?”.
Y así, en cada uno de los episodios, el profesor los reta con las ideas de un pensador que viene a iluminar el rumbo errado por el que transita la adolescencia, edad difícil en la que aún estamos lejos de cumplir uno de los principios elementales de la materia y de la vida: conocernos a nosotros mismos.
Un profesor más allá del bien y del mal
¡Rey de la ironía! Encantador de serpientes, “por ti sacrificaría diez bueyes y organizaría unos juegos olímpicos por toda la polis”. Deslenguado como ninguno, Merlí no solo revoluciona a sus alumnos con el fuego del conocimiento sino que viene a causar un verdadero terremoto en la sala de profesores: mientras se enfrenta al polvoriento convencionalismo del sistema educativo, busca meterse debajo de las faldas de alguna profesora o de la madre de algún alumno. Travieso como un niño, pero con la sabiduría que solo el tiempo, el estudio y la experiencia pueden dar, ese es Merlí Bergeron, un provocador y un seductor nato cuya principal gracia y vulgaridad es decir siempre lo que piensa.
Pero la cosa capital: Merlí, como profesor, es un ideal. Cumple cabalmente con el aforismo de Nietzche apuntado arriba, es decir, su preocupación por los alumnos es auténtica; lo sobrepasa y no puede evitarlo. Es como un ser providencial, ya que no solo los ayuda dentro y fuera de las aulas, sino que a algunos llega a salvarles la vida, como le pasa con Iván, chico que, a causa del bullying, arranca la serie siendo el agorafóbico que no quiere saber nada del mundo.
Sin embargo, Merlí es también capaz de traicionarlos por su propio bien, de ponerles mano dura y criticarlos fuerte cuando es necesario, surcando así la delgada línea que separa al “profesor genial” del “viejo amargado”. Y a pesar que trata de mantener la jerarquía entre profesor/alumno, esta se va atenuando con el transcurso del tiempo y descubrimos, sin sorpresa, de que a Merlí también le faltan muchas lecciones por aprender, ¡collons!
Una serie multibiográfica
Esta serie es un caleidoscopio de individualidades. Su creador, el guionista Héctor Lozano, lejos de quedarse en la superficie elaborando personajes que se ahogan en el estereotipo, ha conseguido darnos la ilusión de que cada uno de los personajes puede ser el protagonista de la serie. Ellos padecen unos desdoblamientos insólitos, siendo el más emblemático, posiblemente, el caso de Pol Rubio, el chico malo y popular de la clase, el que solo folla y nunca se enamora; sin embargo, es el favorito de Merlí porque es el que mejor entiende la filosofía. Además, detrás de su dureza, se esconde un chico sensible, huérfano y pobre y que, para colmo, patea con las dos piernas.
Pero él no es la única personalidad compleja porque todos los alumnos, ya sea en la primera, segunda o tercera temporada, tiene su momento de crisis y de esplendor; todos se “encuentran” en algún momento, todos evolucionan, todos siguen en la lucha y, al ritmo de las ideas más resaltantes de la historia del pensamiento –el concepto de “normalidad” Foucaultiano, la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, la eterna insatisfacción y el sufrimiento del hombre por parte Schopenhauer, la duda de los escépticos, etc.–, los vemos teniendo su primer beso, su primera borrachera, su primer polvo, su primer, segundo o tercer amor, fumando su primer porro y convirtiéndose en traficantes, intercambiando novias, enfrentándose a sus padres, apuñalándose por la espalda, en fin, ya saben, toda esta etapa. Los vemos crecer, como suele suceder en esta clase de series, y eso emociona.
Y emociona, además, porque profesa un inmenso amor por el cine. Merlí es una serie multibiográfica que nos remite a los mejores Fellinis, en especial a los jóvenes revoltosos de los Los inútiles o Amarcord. Tiene un casting tan exacto que me recuerda a esas personas únicas, los actores no profesionales, de ese cine esculpido en piedra de Bruno Dumont, donde los protagonistas no tienen que actuar porque ellos mismos son la idea que representan. La fuerza de los diálogos, donde se reparte ingenio y humor a raudales, que para mí son lo mejor de la serie, son tan triviales y sagaces como los de las películas de Tarantino. Las transiciones en las que se intercala una lechuza, símbolo del conocimiento, que parece vigilar y cuidar a los habitantes de Barcelona, me recuerda al Twin Peaks de Lynch, a quien la serie le hace un hermoso homenaje, precisamente, en un perturbador sueño donde la palabra Belleza está escrita en la pizarra. O la búsqueda de la satisfacción de los deseos y el vivir sin prejuicios la alteridad sexual como expone la filmografía de Almodovar, de quien los realizadores, por la forma de operar en algunas escenas y el histrionismo de sus actores, descienden directamente.
También veo un amor por la juventud y su extravío como solo le he visto en el cine de Gus Van Sant. Se siente una calidez y una honesta preocupación por el otro, por ayudar y tratar de comprender al otro. El carisma como solo Linklater sabe imprimir en cada uno de sus personajes, también lo podemos encontrar aquí. Y para terminar con las referencias, vienen a mi memoria escenas de alguna película en un salón de clases, donde los personajes leen un libro en voz alta o interpretan un obra de teatro para toda la clase, y recuerdo que me parecían escenas deliciosas, en primer lugar, porque me gustan los libros, en segundo, porque me gusta mirar y escuchar a la gente leer un libro y, tercero, porque lo que se leía estaba entrelazado con los sentimientos del protagonista o anticipaban lo que le iba a suceder, lo mismo que sucede en la serie. Esas películas son La escurridiza y La vida de Adele, de Abdellatif Kechiche. And, last but not least, el Oh Captain! My captain! de Whitman pero cantado desde La sociedad de los poetas muertos, sustancia temática de la serie catalana pero con la diferencia que con Merlí, navegamos por los pensamientos de filosófos dinamiteros, cada cual desde su orilla, mientras que con el profesor Keating, los alumnos solo leían a los poetas románticos ingleses...
Música de orquesta: sobre la dirección, las actuaciones y las piezas musicales
En una sola palabra: virtuosa. Caliente y orgánica también. Nunca se descuida la forma, nunca. En un solo plano secuencia he llegado a contar como seis o siete situaciones distintas, quizá más. Los actores entran y salen de los encuadres como si tuvieran voluntad propia, como si no estuvieran siendo dirigidos, como la vida misma. Prueba de ello es el inicio de la tercera temporada, en un plano secuencia de ocho minutos, en la que los realizadores demuestran una gran conciencia sobre lo que están haciendo. Cuando todos se reencuentran para el retrato de promoción, todos los implicados interaccionan sin corte, con la cámara en coordinación perfecta, sin descuidar la introducción de los personajes nuevos, dejando bastante en claro con qué pie cojean y sugiriendo los nuevos problemas que se avecinan.
O cuando al inicio de la segunda temporada, la vuelta al instituto es una verdadera auto celebración de la serie, de su éxito. Tanto los Peripatéticos como los espectadores estamos felices de que Merlí y las clases de filosofía hayan regresado. El lirismo de la escena, coreografiado por la Obertura de la Flauta Mágica de Mozart, alcanza al género musical inaugurando la nueva temporada con una danza de cuerpos, rostros, situaciones cotidianas y reecuentros adolescentes en estado primaveral. Como solo uno lo puede llegar a sentir a esa edad sin darse cuenta de lo que está viviendo. Porque no se piensa, solo se vive. En este mismo episodio, apenas comenzado el primer día de clases, nuestro querido profesor (que, por cierto, tiene pinta de payaso borracho: bajo, casi pelado, nariz ancha, frente amplia, sonrisa cachosa) llega al aula con varias bolsas de canchita y los reparte entre sus estudiantes: "¿Por qué en el cine se puede comer canchita y en clase no? En segundo de bachillerato, la clase de filosofía será como ir al cine". Y así es como repasamos las lecciones frente a nuestros televisiores, pero con las ideas y reflexiones de tales filósofos encarnadas en las situaciones a las que están sometidos alumnos y adultos por igual, como también están contenidas en sus acciones, rostros, gestos, palabras.
Detalles como estos, o como el hecho de que el ringtone del celular de Merlí sea la misma melodía de los créditos iniciales de la serie –muy divertido por cierto–, nos dan la impresión de que es una serie que se piensa a sí misma, que hay un juego más allá de la ficción, como efectivamente sucede a través de la Calduch, la madre de Merlí, la actriz de teatro consagrada que considera cualquier ocasión oportuna para recitar a Shakespeare o incluso, de interpretarlo, ofreciéndonos algunos de los momentos más mágicos a través de la metaficción.
También hay silencios. En esos momentos “en los que no sucede nada”, la cámara recoge gestos y miradas. Gestos y miradas que ya hemos visto cuando íbamos al colegio, que se repiten una y otra vez, de generación en generación, y que se encarnan en cada adolescente nuevo ávido de experiencias. Y la cámara los recoge con gran elocuencia, son momentos de cine en estado puro: entiendes todo sin necesidad de escuchar una sola palabra. No sé qué métodos habrá utilizado el director, Eduard Cortés, pero ¡qué alivio ver una serie en la que no hayan escenas muertas! Por su duración, esto es algo difícil de conseguir. Tengo entendido que el espíritu de la serie ha trascendido la pantalla y que los chicos se llevan de puta madre en la vida real. Se nota. Les ha tocado vivir el ideal de cualquier actor: darle vida a personajes que solamente ellos pueden interpretar. No hay que ser un experto para darse cuenta de que la producción ha seleccionado un elenco magnético.
Y como complemento perfecto a esta serie apasionada e inteligente, la música: Debussy, Bach, Beethoven, Brahms, Chopin, Mozart, Vivaldi, Schubert… ¡Uf! ¿Qué más les puedo decir? Uno de los momentos más esperados e intensos de la serie, el más romántico sin duda, se da con el Intermezzo de Cavallería Rusticana, melodía extática y peligrosa donde las haya, por su belleza y su capacidad de arrebatarnos –se trata de una secuencia que se suma con éxito a nuestro imaginario cinéfilo, junto al descomunal grito en mute de Michael Corleone y a la danza de Jake La Motta sobre el cuadrilátero, ambas orquestadas con la misma melodía–. En la secuencia de Merlí, uno de los personajes realiza un acto de verdadera libertad mientras que al otro se le hace justicia poética. Todo parece el inicio de una nueva etapa, pero el retorno de un personaje clave marca el preludio de una experiencia, inevitablemente voluptuosa, que se acerca.
El pasado
Esta serie se me antoja como un laberinto de espejos. Un laberinto que atravesamos ayer, cuando nos levantábamos con mucho, muchísimo, esfuerzo por las mañanas y veíamos los mismos rostros, día tras día, año tras año. Los mismos de siempre y a esa edad uno no se da ni cuenta de que prácticamente está conviviendo con ellos. Y sin darse cuenta uno llega a quererlos (y a odiarlos) y, cuando a una persona mayor se le ocurría decir que ese momento de la vida es único, uno no entendía muy bien a qué se estaba refiriendo.
Bueno, con Merlí reviví aquella experiencia; quiero decir, aquella experiencia de constante descubrimiento y asombro por las cosas que hacíamos porque era la primera vez que las hacíamos. Todo era desconocido, todo era nuevo. En el sentido más Baudeleriano de estas palabras. Porque cuando se es joven y bello, todo nos está permitido, todo se nos es perdonado. Y ese es el caso de los Peripatéticos, que viven, sin pudor, aquella primavera de la vida. Felizmente, como un ángel guardián, aparece Merlí, cuyo nombre evoca al famoso mago, para salvarlos del matadero, y “combatir la tontería y no conformarse con una existencia bestial y superficial”.
En fin, lo que esta serie expone es que la filosofía está inmiscuida en todos los asuntos de la vida, en lo cotidiano y excepcional. Por ello, no está mal hacer un esfuerzo de vez en cuando, dejar el celular por un libro, y extraviarnos en sus páginas, que algo encontraremos. E. M. Cioran, el gran ausente de la serie por cierto –pero que seguramente faltó ya que él nunca se consideró a sí mismo un filósofo– seguramente la describiría así:
“Para mí, la humanidad se divide en dos categorías: los que no han comprendido (casi toda la humanidad, de hecho) y los que han comprendido, que solo son un puñado. Pero, además, ¿qué quiere decir haber comprendido? Conocí a un mendigo en París que tocaba la flauta en las terrazas de los cafés. Reflexionaba todo el tiempo. Un día, completamente desesperado, vino a mi casa. Hasta entonces yo había creído que había muerto, pues llevaba años sin verlo y carecía de domicilio fijo, no se le conocía una casa. Unas veces dormía en los puentes, otras en grandes hoteles, pues ganaba mucho dinero, pero se lo gastaba todo. En aquella ocasión le dije: 'Mira. Tú eres el mayor filósofo de París. El único gran filósofo contemporáneo'. Me respondió: 'Te burlas de mí. Te ríes de mí'. Protesté: 'No, de ningún modo. Te he dicho esto porque tú vives, reflexionas todo el tiempo; experimentas los problemas y tus problemas están combinados con tu vida'. Su existencia me recordaba a la de los filósofos griegos, que exponían sus teorías en las calles y los mercados. Sus palabras se confundían con la vida misma”.
Eso es Merlí. ¡Adeu, Peripatétics!
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