Rodrigo Ahumada | 11.09.2025

Entrevista realida por Rodrigo Ahumada
En la obra de Vanessa Karin el deseo no es complaciente ni decorativo: es un territorio que incomoda, que se arriesga, que se sostiene entre la vulnerabilidad y la protesta. Su pintura dialoga con la tradición del anime y el manga, pero no desde la copia, sino desde una crítica de esos lenguajes, atravesándolos con su historia personal, su formación católica, las marcas del acoso y el hallazgo de la mirada como arma y refugio.
En esta conversación, Vanessa despliega las tensiones entre cuerpo y dogma, placer y política, intimidad y memoria, en un país donde hablar de sexo todavía puede leerse como un acto de rebeldía.
Tu obra parte de una exploración íntima del deseo y del cuerpo, muchas veces desde la incomodidad. ¿Qué tipo de deseo te interesa representar y por qué decides incomodar con él?
No me había dado cuenta de que mi trabajo incomodaba, pero sí me han dicho varias veces que a primera vista choca un poco.
Estoy muy interesada en el deseo sexual, no estoy segura por qué; creo que por eso lo trabajo tanto. No considero que mi vida íntima sea particularmente distinta, soy bastante común en ese sentido, pero sí tengo mucha curiosidad. Me cuestiono mucho por qué la gente se atrae, por qué uno rechaza a otras personas, o por qué a mí me gustan ciertas y otras no.
Esto lo he estado investigando con la filosofía. Estoy leyendo El Anti-Edipo de Guattari y Deleuze, y me está ayudando bastante. Al inicio trabajaba desde la intuición, pero ahora siento que mi pintura se enriquece con un enfoque académico además del plástico.

En este infinito, en este sabor, de repente solo fuimos tú y yo... (2021)
Bordado sobre tela
Transformas el nude digital, efímero y privado, en un objeto artístico cargado de permanencia. ¿Cómo dialoga esa resignificación con tu historia personal y con las reglas sociales que heredaste sobre el cuerpo?
En esa obra donde tomé nudes míos y los volví a dibujar, lo que hice fue escoger lo que más resaltaba de la foto, lo que me parecía más importante. Ese gesto ya implica un filtro personal, pero también académico, porque inevitablemente está mi formación en pintura.
También quería ir un poco en contra de la idea de que “no debía hacerlo”: no debía tomarme una foto desnuda porque podía ser peligroso. Si se filtraban fotos mías, podía arruinarse mi vida, humillarme o incluso hacerme perder oportunidades laborales. Por eso existen esas “reglas”. Incluso a nivel legal, en México está la Ley Olimpia contra el acoso digital, y en Perú recién tenemos algo parecido. No diría que lo hice como un acto de liberación, más bien por curiosidad. Siento que ya soy libre y que es el deseo el que me guía a experimentar.

Serie "De mi para ti" (2025)
Polychromos sobre tela
Me resuena mucho lo que dices sobre las normas heredadas. Yo fui criada en el catolicismo. Hoy cuestiono a la Iglesia, pero sigo estando ahí, aunque no de manera dogmática. Esa formación me obliga a pensar por qué se ha dicho tanto sobre el cuerpo de la mujer.
Freud hablaba del “complejo de la Madonna”, esa división en la que las mujeres quedamos partidas: de un lado las vírgenes y madres que nutren y dan vida; del otro, las prostitutas que sirven sexualmente. Esa división sigue atravesando la forma en que se nos mira. Cuando tomo el nude y lo transformo en arte, estoy diciendo que no somos solo vírgenes ni putas: somos muchas cosas a la vez, experiencias y complejidades que no caben en esas etiquetas.
Ese complejo también afecta las relaciones. Hay hombres incapaces de amar a las mujeres en su totalidad porque no pueden ver en una misma persona lo maternal y lo sexual. Por eso a veces buscan prostitutas, no porque no tengan sexo con sus parejas, sino porque con ellas sienten que pueden experimentar lo que nunca harían con sus esposas, a quienes no consideran capaces de desear ni de ser vistas como seres sexuales. Esa división sigue marcando la intimidad.
¿Esto lo buscas comunicar en tus cuadros o cómo se vincula con tus obras?
Esto se vincula sobre todo con mi primera individual, que se llamó Flirty cry baby —que en español sería algo así como “coqueta pero llorona”. Esa exposición giraba en torno a la mujer partida en dos, pero lo abordé desde el autorretrato y desde lo que llamo mi adolescencia tardía.
Digo adolescencia tardía porque hoy la adolescencia dura más, casi hasta los veinte. En mi caso, siento que fui adolescente más tiempo de lo que “debía”. Además, crecí en un entorno católico y bastante protegido, una especie de burbuja donde todo estaba bien, lo que alargó tanto mi infancia como mi adolescencia.

Quiero respirar sin ti (2024)
Oleo sobre tela
En esa primera individual trabajé las tensiones de la mujer dividida entre vírgenes y prostitutas, conectadas con mi crianza religiosa y también con mi consumo de anime desde niña. En mi casa siempre vimos anime porque mi madrina es nikkei y mi tío compraba DVDs en Polvos Azules. Crecí expuesta tanto a los shoujo —para niñas, con heroínas dulces y románticas— como al hentai, que es anime pornográfico pensado para hombres. Al compararlos, notaba la enorme diferencia en la construcción de las heroínas, aun cuando eran personajes de mi misma edad.
Por ejemplo, en un cuadro me pinto como Sawako, la protagonista de Kimi ni Todoke, la heroína más tierna y virginal que había visto. Y me imaginaba qué pasaría si ella se hiciera amiga de Hayase, del hentai Sexfriend. Esa mezcla me atraía: juntar a la virgen y a la prostituta como si se hicieran amigas.
En Sexfriend, lo que me llamaba la atención era que Hayase ejercía control sobre su deseo: decide tener sexo sin vínculos afectivos, incluso cuando el protagonista quiere convertirla en novia. Esa autonomía contrasta mucho con la pornografía occidental, donde el control rara vez está en manos de la mujer. Entonces me preguntaba: ¿qué sucedería si estas dos chicas tan distintas se conocieran? Esa tensión la trasladaba a mis cuadros, donde convivían esos mundos.
Tu práctica artística asume el placer como una fuerza disruptiva, capaz de incomodar y cuestionar. ¿Crees que aún es posible pensar el placer como una postura política, sin caer en el moralismo ni en la romantización de la liberación sexual?
Sí, estoy totalmente de acuerdo. No sé si puedo explicarlo del todo con palabras, pero siento que lo hago con la pintura. Trabajo desde mis propias posturas: creo en Dios, pero no soy moralista ni dogmática. Cuestiono a la Iglesia, soy crítica de lo que ocurre dentro de ella, y justamente por eso pienso que el sexo como postura política es necesario. En Lima, que es tan religiosa, el sexo sigue marcado por la idea del pecado. Basta ver en Semana Santa esas publicidades que dicen: “esta semana peca y ten sexo”. Puede parecer gracioso, pero muestra cómo las palabras siguen cargando ese peso moral.

Taller de Vanessa Karin
Foto de Rodrigo Ahumada
Sobre la idea de liberación sexual, pienso que mientras uno no perjudique a los demás, está bien. Al final cada persona está en un camino propio, explorando qué quiere y qué busca. La sexualidad es personal, incluso diría que espiritual. Para mí lo espiritual es algo único, una relación íntima con Dios, y siento que el sexo tiene esa misma cualidad. Ninguna experiencia se repite, cada pareja es distinta, y en ese desarrollo hay un descubrimiento profundo. A veces pienso que es tan personal que ni siquiera se comparte del todo. Quizás por eso en internet hay tanta pornografía: porque las personas sienten que ahí pueden experimentar prácticas que en la vida diaria no se atreven o no tienen la oportunidad de explorar.
Todavía estoy elaborando estas ideas acerca del sexo y lo espiritual, quiero que sean el eje de mi tercera individual. Pero sí puedo decir que, cuando empecé a pintar, lo viví como un éxtasis, una experiencia rara e intensa. Ahora siento que estoy uniendo esas dos dimensiones: el sexo como experiencia política y el sexo como experiencia espiritual.
Actualmente no consumo ninguna sustancia que altere mi sistema nervioso, tengo casi dos años limpia. Entonces, me quedo pensando en lo que mencionas sobre el sexo como espiritual, porque últimamente mi éxtasis ya no viene de llevar el cuerpo al límite con sustancias, sino a través de la escritura, del sexo, de buscar vínculos apasionados.
El otro día escuché que el buen sexo te hace olvidar que vas a morir. Los franceses le llaman al orgasmo la petite mort, como que mueres un ratito. Pero yo creo que es lo contrario: no mueres, más bien vives y olvidas que hay muerte. Quizás por ahí va, porque la espiritualidad finalmente es esa experiencia de sentirte uno con todo.

Bum bum bum, ah ah ah (2025)
Óleo sobre tela
¿Por qué deseamos lo que deseamos? ¿Crees que el deseo es algo que nace de nosotros o algo que nos ha sido enseñado a anhelar? ¿Cómo tu obra se mete con esa pregunta y la empuja, la desarma, la vuelve a armar desde el cuerpo?
Eso no sé. Es lo que siempre pienso o intento encontrar. Quizás nunca lo resuelva. Pero es raro, porque si bien parece que el deseo se enseña, no siempre es así. Pienso, por ejemplo, en una familia tradicional con cinco hijos criados igual, con la misma educación, el mismo colegio, pero todos terminan siendo diferentes. Entonces quizás el deseo no se enseña, quizás ya está contigo. Justamente por eso hablo del deseo como esa fuerza que te impulsa a crear.
En lo que estoy leyendo de Deleuze y Guattari, ellos hablan del deseo como una fuerza productiva, que te empuja a crear porque lo anhelas y avanzas hacia eso. A veces me imagino el deseo como algo que nos atraviesa, que está flotando y nos mueve a hacer cosas. Aunque claro, también hay deseos que sí nos enseñan a tener.
Yo me acuerdo que de chibolo leía mangas, y en los kioskos de Magdalena vendían unos de Dragon Ball, pero eróticos. Se los mostré a un primo y me dijo: “¿tú te masturbas viendo Candy?”. Para él no era normal ni atractivo, y me cuestioné por qué para mí sí lo era. Entonces, si bien ese deseo nace conmigo, ¿en qué momento se desarrolla?
Eso que me cuentas de Dragon Ball es un doujinshi. Cuando mencionas los doujinshis pienso inmediatamente en el hentai, que es la versión animada, pero que muchas veces nace del manga. Los doujinshis son justamente esos mangas donde se toma a personajes ya existentes y se los transforma en material pornográfico. Yo también he consumido muchos y, de hecho, a veces me resultan más satisfactorios que la animación, porque en la lectura uno participa más: no solo recibes la imagen, también aportas con tu imaginación y con tus propios deseos. Es ahí donde la fantasía se completa, en esa mezcla entre lo que lees y lo que inventas en tu cabeza.
En mi obra tomo bastante de esas referencias, sobre todo de portadas de hentai o de revistas japonesas que reseñan este tipo de contenidos. A veces me baso en la versión pintada, otras en la animada, pero siempre modifico las imágenes. Por ejemplo, si en la original el rostro de la chica expresa sufrimiento, yo lo cambio: le quito las cejas arqueadas y la muestro disfrutando, porque para mí es fundamental que el acto sexual sea consensuado. Ese es mi filtro personal, y también político: quiero que lo que represento esté alineado con mis creencias, que los personajes estén gozando, no siendo sometidas.

Como en la realidad de la fantasía (2022)
Óleo y bordado sobre tela
El único cuadro donde sí trabajé con un acto más violento fue un autorretrato en el que aparezco jalada por un pulpo. Aun ahí, me represento tratando de protegerme. Ese cuadro lo bordé con la imagen de Yuno Gasai, una protagonista de anime que es una yandere: dulce en apariencia, pero capaz de volverse loca y matar. Me gustaba esa idea de la mujer que logra defenderse, incluso matar a sus acosadores.
Hay algo monstruoso en muchas de tus piezas, una corporalidad que no busca gustar sino desconcertar. ¿Qué lugar ocupa lo grotesco o lo no-normativo en tu obra? ¿Es una forma de protesta?
La parte grotesca para mí es lo no consensuado, y eso en mis obras viene de experiencias personales. No es un tema que yo busque retratar a propósito, sino que aparece porque me ha tocado vivirlo. En la universidad tuve un acosador que me hostigó sexualmente durante un año. Primero eran mensajes de texto y luego empezó a esperarme afuera del salón. Hubo un proceso disciplinario, pero los estatutos no contemplaban un caso así, así que no había forma real de sancionarlo. Por suerte mis profesores me ayudaron, me cambiaron de salón, trataron de protegerme. Aun así, fue aterrador, y lo más duro fue darme cuenta de que, incluso cuando pides ayuda, muchas veces no pueden hacerlo.
Creo que por eso mi obra en esa línea es también un acto de protesta. No tuve justicia en ese momento, no hubo castigo para esa persona. Luego participé en una asamblea sobre hostigamiento sexual, hablé de lo que había pasado y eso me dio cierta reivindicación, pero ya era tarde: el daño estaba hecho.
Y no ha sido la única experiencia. Desde chica he vivido acoso callejero. Recuerdo que con 14 años un hombre mayor me ofreció trabajar como mesera en unas cafeterías de la Galería Arenales. Fui con una amiga, ilusionada, y nos dijo que no nos pagarían, que solo cubrirían los pasajes, y que teníamos que usar ropa diminuta. Recién de adulta entendí el peligro que significaba esa situación, pero a esa edad una no se da cuenta.
Por eso lo grotesco en mi obra no es un simple recurso estético, es una forma de dar cuerpo a esas experiencias de acoso, de incomodidad, de violencia que marcan. Es también una protesta frente a lo que no fue atendido, frente a la falta de justicia.
Hay algo muy íntimo en cómo usas la mirada. Una que antes quizás te expuso, te vigiló o te hizo sentir incómoda. Ahora parece tuya, adiestrada, convertida en lenguaje. ¿Cómo ha sido ese tránsito de ser mirada a hacer de esa mirada una extensión de ti?
Es interesante lo que me dices, porque justo al inicio de todo, cuando todavía estudiaba, hice una obra de autorretratos donde el espectador no veía la pintura de frente, sino la parte de atrás del lienzo. Para ver el cuadro tenías que espiar, meter la mirada entre el espejo y tú. Lo hacía justamente porque me sentía invadida constantemente.
Ese tránsito ha sido largo. Con el tiempo me he preguntado hasta dónde me siento cómoda exponiendo ciertas partes de mi cuerpo y hasta dónde no. Siempre digo que dudo mucho que algún día suba fotos desnuda. Siento que sí expongo mi cuerpo, pero con el filtro de la pintura, y de esta forma sigue siendo mío: nadie más lo ve.
Recuerdo que en mi primera individual estaba a mil, sin terminar las obras, y un amigo me dijo “te ayudo a pintar”. Le respondí: “¡Estás loco! No me vas a ver calata pintando”. Y eso que eran fotos. Pero para mí era muy claro: ese territorio es mío. Por eso nunca he pedido asistentes, aunque sea común en el arte, porque mostrarles ese material sería demasiado.
Al final, aprender a mirar ha sido muy personal. Y sí, hay una parte de mí que disfruta incomodar cuando me muestro desnuda en mis obras. Me interesa ver las reacciones, me divierte un poco incluso. Me acuerdo que la primera vez mi papá se sorprendió, pero al mismo tiempo estaba feliz. Para él era un logro que yo tuviera una individual. Sus temores al inicio eran que la gente hablara mal de mí, pero después se dio cuenta de que no, que eso no ocurre. Que es arte.
Utilizas recursos del manga y el anime, medios visuales con su propia carga de sexualización y fetiche. ¿Qué te interesa de esos lenguajes y cómo los resignificas en tu trabajo plástico sin replicar sus mismas lógicas patriarcales?
Como te contaba, suelo hacer ligeros cambios a las imágenes que escojo; por ejemplo, les quito cosas que siento que no van con lo que yo pienso u opino. Al inicio, cuando tomaba personajes, lo hacía también por lo que representaban dentro de sus mundos. Era como sacarlos de ahí y meterlos en el mío. Cada personaje ya traía una carga de significado. Por ejemplo, en el caso de Sawako, uno pensaría que no es sexual por su forma de amar, que es “pura”, pero sí es un personaje sexual porque está buscando enamorarse. Hay sexualidad, solo que a primera vista no se nota.
En las pinturas que estoy haciendo actualmente he abandonado mi figura humana y, en general, la figura humana. Me interesa más la abstracción de la imagen, aunque sin llegar a la abstracción completa: sigo quedándome en la figuración. Me cansé de mí. Creo que la adolescencia es muy autorreferencial, uno piensa que el mundo gira alrededor suyo, y no es así: en realidad estamos insertos en una cadena de cosas. Lo que me ocurrió a mí —el hecho de haber ido a Galería Arenales y sufrir acoso— no es único, le pasa a muchas mujeres. De hecho, se dice que una de cada tres mujeres experimentará algún tipo de acoso sexual en su vida. Entonces, ya no es necesario pintarme ni pintar personas para hablar de personas. Ya no tengo que pintarlas. Cuando antes usaba figuras de anime, las trataba como avatares: te puedes reflejar en el que quieras sin necesidad de pintarte.

Taller de Vanessa Karin
Foto de Rodrigo Ahumada
Mi interés por el anime viene desde la infancia. Soy muy cercana a la familia de mi papá y mi taller está en la casa de mi abuelo. Cuando era niña todos vivíamos ahí en algún momento, y mi madrina es nikkei. Mis primos veían anime, y un día mi tío decidió dejar de pagar cable y empezó a comprar DVDs en Polvos Azules. Así empecé a ver anime en la casa. Como mis primos eran mayores, me protegían de lo que veía: no me mostraban los animes violentos. Crecí viendo mucho shoujo, además de lo que pasaban en la tele. Recuerdo especialmente Fruits Basket, que veía con mi primo. Había escenas que me daban miedo, y mi prima me acompañaba en ese momento. Para mí es algo muy familiar, aunque el anime sea japonés. Si mi tío no se hubiera casado con mi madrina nikkei, quizá nunca lo habría visto. Ha sido una coincidencia que terminó marcándome.
En un país como Perú, donde la sexualidad sigue siendo un tema regulado por el dogma, ¿cómo percibes la recepción de tu obra? ¿Sientes que hay espacio para el arte incómodo, o sigue habiendo una necesidad de esconder el deseo?
He tenido suerte, porque hasta ahora nunca me han censurado del todo. En esta última exposición en la Alianza Francesa, por ejemplo, sí pasó algo curioso: dos de mis piezas las retiran los sábados por la mañana, porque ese día hay actividades con niños. Me lo explicaron tal cual: “solo por esas horas se van a guardar los cuadros”.
No me parece normal, pero, dentro de todo, lo agradecí. Pensé: “bueno, gracias por no censurar toda la muestra”, porque en otro lugar quizás la hubieran cerrado por completo. Encontraron un punto medio. Entiendo el cuidado hacia las infancias, pero me parece exagerado, porque en esas obras no hay genitales expuestos.

Fotografía de Fiorella Destin
Escuchar a Vanessa Karin es entender que su obra no busca respuestas cerradas, sino preguntas insistentes: ¿qué deseamos?, ¿cómo se construye lo monstruoso?, ¿qué significa ser mirada y devolver esa mirada desde la pintura? Entre lo grotesco y lo íntimo, entre lo familiar y lo perturbador, su trabajo se mueve como una fuerza productiva —en el sentido de Deleuze y Guattari— que no solo representa, sino que produce deseo, incomodidad y pensamiento.
En tiempos donde el cuerpo sigue siendo campo de disputa, sus cuadros abren un espacio incómodo pero necesario para habitar nuestras contradicciones.
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