Huaraca: el realismo urbano encuentra nuevas voces para viejas verdades

Foto por Bea Pérez

Escrito por Martín Carrasco

Alguna vez Almodóvar mencionó que intentó hacer una película sin la presencia de putas o drogas en sus historias, pero estas siempre terminaban apareciendo, imponiéndosele. Algo así creo que podríamos decir sobre la relación de la literatura peruana y el realismo urbano, acaso sucio, acaso lumpen, según preferencias o caprichos de la nomenclatura.

Que esta impresión no se confunda con la negación de un circuito como el de la ciencia ficción, que viene apostando desde hace años por una literatura distinta y que este año celebró su XV Congreso Nacional de Escritores de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, organizado por el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar (CELACP), cuya sede fue la Casa de la Literatura.

Pero el territorio donde las editoriales, la prensa y los premios literarios peruanos siguen dirigiendo sus reflectores es en su vertiente urbana. Historias de calles, chela, espuma, grasa y negociaciones con la ley. Es ahí donde habitan las historias de Congrains, Ribeyro o Vargas Llosa en la prosa, es de ahí también de donde brotan los versos de grupos poéticos como Gleba, Hora Zero o Kloaka. De esa rabia callejera también habla el rock de Leusemia, María T-ta, Eutanasia, en fin, el rock subterráneo. De esa trampa proviene la pintura de Polanco o la más reciente obra de Fiorella Franco que está por inaugurar.

Esto podría generar un problema de hartazgo si el autor no entendiera que lo esencial en esta literatura es su atmósfera, más que la resolución de los conflictos o la moralidad binaria de los personajes, donde uno es bueno y el otro es malo. Un buen autor sabe escapar de esta dicotomía y encontrar en el campo de lo urbano nuevas formas de contar historias y de crear personajes que transiten en la imposibilidad de definirlos bajo las lentes de una moral absolutista y victoriana.

Otro problema a superar radica en la verosimilitud de los escenarios creados. Nada debería estar prohibido para un creador, si es que esto no atenta contra la verosimilitud de lo que pretende crear. En ese sentido, recuerdo algunos pasajes de En octubre no hay milagros, donde la prosa de Reynoso adolece cuando se trata de recrear la figura de un burgués abusador y pederasta, pero triunfa sin espacio a la duda cuando en sus páginas habitan el desafío y la sensualidad de una collera que sabe que las tardes y noches de la Plaza San Martín son su reino.

Para intentar vencer esa segunda complicación, pareciera que el autor de Huaraca ha preferido, consciente o inconscientemente, centrar sus relatos en su barrio de San Juan de Miraflores. Borges solía ubicar sus historias en tiempos remotos con la intención de que nadie notara alguna incongruencia o error en la descripción del espacio.

Luis Francisco Palomino prefiere zurrarse en ello y está bien (el propio Borges también se zurraba a sí mismo). Y ubica sus historias no solo en un lugar conocido para algunos, sino también en un tiempo próximo para quienes nuestra adolescencia transitó en los primeros años de la tecnocumbia, Laura Bozzo, 6 voltios y la vuelta a la democracia como una prolongada decepción.

Dicho esto, no creo recordar ninguna historia con un hálito de esperanza y acaso esa sea su atmósfera, lo que queda al final de leer historias sobre una adolescente víctima de racismo, cuyo apellido, su identidad, está ligada a la condena diaria en el colegio por apellidarse Huarac. La derrota persigue a un niño que recibe una pelota comprada en Ciudad de Dios en vez de la soñada en el Ripley del Jockey Plaza o la creencia de ese poder mágico que encierran los huevos en esos rituales que pueden curar un susto con solo pasarlo por el cuerpo, pero el mal sigue afuera y también adentro.

Mientras lo leía, recordaba ciertos espacios como propios y es que pasé mis primeros años en esas calles, comprando CDs piratas y aprendiendo a reventar cohetes con un pasador de zapatilla hasta que aprendiera a usar un fósforo o encendedor prestado por mi tío.

Tal vez sea esa reminiscencia la que me hace cuestionar algunas líneas que parecen auxiliar al lector como cuando tiene que explicar la referencia a un spot publicitario en el que se menciona “¡Es un mooooonssstruuoo!” o como cuando señala que la indicación de un personaje para llegar a Ciudad de Dios, lo hace para referirse realmente a un mercado mayorista de la zona.

Pero si estos son desaciertos, en el lado opuesto habitan pasajes que sugieren a un autor capaz de escapar de la rigidez de la palabra exacta y cruda. Hay frases que delatan un ojo atento a los detalles y a la creación de imágenes: “En el reflejo, sus pupilas eran lunas de betún, agujeros negros que la absorbían”. O esta otra: “En el tablero del auto, la caja de un CD pirata, como los que compraba en Wilson, recibía la luz y reflejaba un arcoíris que me embriagaba más”.

Son nueve los cuentos que componen su segundo libro. Destaco Liga de campeones, Cero papeletas y, quizá el más logrado, Ángel de lentejuelas. En el primero, la búsqueda de una pelota de fútbol ofrece un efímero estatus en un entorno gris y cotidiano. El segundo explora la relación entre un conductor de combi y una mujer adinerada, recordándonos el potencial de historias románticas poco exploradas. Finalmente, el tercero contrasta la virilidad atemorizante de un cobrador de cupos con esa otra parte que vive enamorada de un hombre al que intenta salvar de una vida nocturna que, a la vez, le atrae y le repele.

Ignoro si estamos ante la renovación de un género tan transitado, pero sí ante un narrador que cumple acaso la función más importante que puede tener un creador de historias: entretener y no dejar indiferente al lector.

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