Diego Arévalo | 04.12.2018
Escrito por Diego Arévalo
La primera emoción nos llegó cuando ni siquiera había comenzado. Apenas entramos al teatro para acomodarnos en nuestros asientos, descubrimos a los inocentes pichangueando sobre el escenario. El detalle es estimulante: se trata de una realidad que preexiste a la mirada del espectador. Solo puede volver a comenzar aquello que se acaba. Y este es un escenario que se repite, día a día, en todas las esquinas del Perú y el mundo. Luego, las siempre tediosas primera, segunda y tercera llamada. Pero esta vez es diferente pues son los mismos inocentes quienes mandan a callar a todos los asistentes y, si no apagamos los celulares, ¡les vamos a sacar la mierda!
Entonces, los pequeños seres más necesitados de afecto comienzan a desplazarse por el escenario para cantarnos sus tragedias. Cada uno canta la que le corresponde, pero también los otros irrumpen para cantar la tragedia de aquel; sucede que esta collera de jóvenes está sintetizada en un solo cuerpo, una estrella maldita de cinco puntas conformada por esos chibolos que son un tatuaje en el imaginario de la literatura peruana: Cara de Ángel, Colorete, El Príncipe, Carambola y Rosquita. Arrojados a una orfandad en todo sentido, sin educación ni oportunidades, forzados a crecer de la peor manera, la batalla está perdida desde su partida de nacimiento, quedando la esperanza como único sueño real.
Dije que cantaban porque el lenguaje poético de Reynoso aún incendia nuestros oídos. Al igual que la novela, la puesta entremezcla la representación realista y el monólogo interior de cada inocente. Sus caídas al fondo del abismo son representadas mediante una especie de performances surrealistas. Ambos recursos generan varios momentos de impacto. Como cuando, casi convertidos en animales, le arrebatan el pan que Cara de Ángel estaba llevando a casa. O cuando celebran, en una danza macabra al ritmo del twist, la decepción amorosa de Colorete.
Imaginemos a una serie de hombres encadenados, y todos ellos condenados a muerte, y que cada día degüellan a unos a la vista de los otros, y los que quedan ven su propia condición en la de sus semejantes y aguardan su turno, mirándose con dolor y sin esperanza. Es la imagen de la condición humana. Víctimas y victimarios, forzados a someter al otro para no convertirse en sometidos, los muchachos pierden, a cada exhalación, un ala más de inocencia en un callejón sin salida aparente. Violencia, asco, risa, ternura. Tal es el espectáculo que nos espera sobre las tablas del Teatro Roma.
Juventud temeraria, soñadora, olvidada, vigorosa, crédula, estúpida, cruel, bella, inocente, ¿dónde habéis estado todo este tiempo? En un libro. Y en la calle, claro. Siempre obligada a llevar tus apresurados e inconsecuentes pasos por las desoladas calles.
Y ahí fue donde se descubrió el pastel
Paréntesis. Fui testigo de algo que tiene que ver pero tuvo lugar fuera de la obra. Sucedió hace un mes. El acontecimiento se dio en un centro cultural. Estaba sentado en la mesa del lobby perdido en alguna lectura cuando llegó una presencia. Era quien ahora es Cara de Ángel.
Esperaba a alguien. No paraba de mirar su celular y volteaba constantemente para ver quiénes cruzaban la puerta de entrada. De repente, se oyó un silbido en el lobby. Cara de Ángel lo reconoció y alcancé a ver cómo se le iluminaba el rostro. Inmediatamente se levantó para ir a saludar a Carambola quien le devolvió la felicidad guiñándole un ojo al mismo tiempo que hacía un chasquido con los labios.
¿Conoce usted sobre los placeres clandestinos con los que tropezamos mientras deambulamos, anónimos, por la calle? ¿O ignora, acaso, que todo el mundo material que nos rodea puede ser vivo y pálido reflejo de nuestra alma? Bueno, mi alma se vio reflejada en el momento mismo del encuentro de aquellos camaradas. La forma en que se saludaron y abrazaron –con los códigos típicos de las nuevas generaciones que van más allá del seco, cordial y distante apretón de manos– me hizo pensar y sentir que, detrás de aquel gesto, había un universo de aventuras y complicidades secretas que cada quien puede evocar a su manera. Lo importante es que durante el instante que duró el saludo vi materializado el concepto: una efímera pero auténtica celebración de amistad juvenil y universal.
Pero, ¿por qué estoy contando esto? Porque aquella secreta complicidad de la que fui testigo también sobrevuela por el escenario del Teatro Roma. Más allá del argumento y de los destinos trágicos de la collera, hay una energía vital que se desprende de los cuerpos durante toda la función que trasciende al igual que el texto que están representando. Esta energía tiene que ver con la típica vitalidad de la juventud que recién empieza, siempre ansiosa de aventuras. Además, hay una especie de ingenuidad e inocencia en la aproximación al texto. Podrían parecer defectos, pero son, precisamente, sus virtudes. Imagino al fantasma de Reynoso conmovido en una de las butacas, sin perderse una sola de las funciones.
Nunca olvidé aquel saludo. Sin duda, aquella representación que se dio en la vida real había despertado en mí alguna melodía secreta. O, como diría Rimbaud: La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato. Ir a ver la obra fue como penetrar en aquella visión. Cuando vayan a verla, creo que se podrá entender mejor este paréntesis que casi no viene al caso, pero que de todas maneras quería apuntar.
Los inocentes, la conmovedora obra de Oswaldo Reynoso, se hace carne, uña y mugre sobre el escenario del Teatro Roma de jueves a sábado a las 8 pm y los domingos a las 7 pm. Va hasta el 23 de diciembre 2018.
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