El lector frente al legado: homenaje y despedida a Vargas Llosa

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Desde la emoción lectora y la memoria crítica, un lector se despide del autor que marcó su formación, acompañó su vida y dejó una obra atravesada por la rebeldía, la contradicción y la pasión literaria.

Escrito por Martín Carrasco

Ha muerto Vargas Llosa, el último sobreviviente de esa generación que acercó las historias de nuestro continente hacia territorios e idiomas que pocas veces nuestra literatura había alcanzado hasta entonces.

Hablo de esa generación que se atrevió a soñar con Macondo, a buscar a la Maga en las calles más húmedas, a cuestionar las victorias y las derrotas de la Revolución mexicana desde los ojos de Artemio Cruz. Hablo también de esa generación que nos hizo asomarnos a los muros del colegio castrense Leoncio Prado para hablarnos de sus miserias y heroísmos, al lado del Poeta, el Jaguar y el Esclavo.

Acaso los tres alter egos mejor logrados del novelista, porque, aunque la historia literaria a veces se empeñe en decirnos que el autor estaba principalmente en ese adolescente miraflorino que escribía historias pornográficas para ganar algo de dinero, lo cierto es que Vargas Llosa estaba también repartido en la ferocidad del Jaguar y en el temor del Esclavo.

De eso nos enteraríamos en las páginas de sus memorias, cuando, en ese famoso primer capítulo titulado “Ese señor que era mi papá”, nos contó la crueldad de ese hombre que no lo dejaba dormir en paz por el miedo que generaban sus golpes, su voz y su mirada.

De ese miedo surgen los cimientos para ese personaje, víctima de todas las burlas de el Círculo, pero de ahí, de ese padre, también nace la furia del escritor. Cuando naces con un padre así, solo parece haber dos caminos: volverse sumiso o convertirse en el padre.

Vargas Llosa asumió una tercera vía que acaso responde a otra elección posible: o te conviertes en autoritario, o te rebelas ante todo acto que vaya en esa dirección. Y para hacer eso debes cuidarte de no convertirte en lo que temías, una vez superado el miedo, cuando este se transforma en una ira similar a la de la que escapaste.

Ese pareció ser el caso del Jaguar, un ensayo —consciente o no— sobre en qué puede uno convertirse. Un personaje que no se deja doblegar, pero que a su vez gusta de doblegar a los más débiles. Así, el Poeta aparece entonces como el único personaje dotado de cierta capacidad para no autodestruirse en el camino. n personaje que, pese a su inferioridad física o su torpeza en las peleas, es capaz de enfrentarse al Jaguar para hacer lo que considera justo. No para él, sino para su amigo, a quien considera asesinado, y a quien también había traicionado.

Redención o no, me interesa esa capa intermedia entre el miedo y el coraje que deriva en abuso. Una posición que estará muy presente en sus primeras novelas, donde el Estado y sus instituciones abusan de su poder, ya sea desde la escuela, el ejército o desde el Ejecutivo.

Y es que con Vargas Llosa parece irse también la generación del escritor comprometido. Esa generación que leyó en Sartre una suerte de modelo del intelectual que no debía circunscribirse solamente a las paredes de su escritorio.

Eso lo llevó a innumerables polémicas por sus posturas políticas: desde militante de izquierda, hasta pedir el voto a favor de políticos que poco parecían tener que ver con la libertad, como fue el caso de Bolsonaro o la propia Keiko Fujimori.

Cuánto nos dolió a sus lectores verlo envejecer así, cerca de esos políticos tan similares a los dictadores que tan bien retrató en novelas como Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo. Y acaso fue en la literatura donde pareció haberse reconciliado. Se alejó del ejercicio político y recorrió, junto a su hijo, aquellos lugares que fueron inspiración para tantas de sus historias. Novelas que siempre se rebelaron ante el poder.

Lo leí con esmero desde que descubrí las primeras páginas de Zavalita cruzando la Colmena. Continué con el barrio de Huatica y con la Pies Dorados. Compré y leí todo cuanto pude de él.

Varias veces me pregunté por qué me sentía tan atraído hacia su biografía y su obra. Y es que me hacía feliz pensar que uno puede escapar de las garras de un padre tirano. Me hacía feliz compartir sus novelas con amigos. Me hacía feliz ver un amor tan desmedido por una vocación: la literatura.

Y lo perseguí cuantas veces pude. En la Universidad de Lima, en librerías o en cuanta presentación tuviera en el Perú. Salté de mi cama aquella vez que me enteré de que había ganado el Nobel, y el país parecía haberse reconciliado con su escritor más premiado.

Alguna vez pude darle la mano un par de veces y hablarle cuanto me lo permitió la timidez y la emoción. Aquella segunda vez fue en la firma de libros de una novela suya. La presentación era abierta al público, pero antes hubo una reunión privada a la que fui invitado por el jefe de la librería. Recuerdo que regresé emocionado a contarle a mi abuelito mi gran hazaña, y él me sonrió: sabía cuánto significaba para mí.

Hoy ya no están ninguno de los dos, pero les agradezco haber estado.

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