Martín Carrasco | 07.11.2018
Escrito por Martín Carrasco
El Juanito ha empezado a llenarse. Hace tan solo unos minutos una pareja de gringos eran de las pocas personas que se encontraban en el bar. Hoy juega Perú y nadie de los citados lo ha recordado. Carlos y Ana están por llegar.
España estaba en crisis, el sistema económico no era tan sólido como se pensaba y en Barranco no había ni una sola librería. A veces, la casualidad es una buena manera de comenzar un proyecto que involucre tantos afectos y cambios.
Avenida San Martín 144 es la dirección que recordaremos quienes dentro de sus paredes blancas descubrimos el placer de leer a Marina Perezagua, Samanta Schweblin o Mariana Enríquez. Ahí funcionó durante tres años La Libre, proyecto creado por Ana Bustinduy y Carlos Lorenzo. Ellos retomaron la idea de las librerías de barrio: pequeñitas, acogedoras, de atención personalizada y, lo más importante, donde los libreros sean, sobre todo, lectores. Pero, antes de que existiera La Libre, este par de españoles de Madrid eran lectores sin librería en el barrio. Vinieron por una oportunidad laboral que se le presentó a Carlos y los días consistían en ir a la oficina, cabello y barba recortada. La rutina, el tedio de la oficina, ayudó a cristalizar una idea que venía casi asomándose como un imperativo a gritos: abrir una librería. Ambos lo conversaron. Dentro del departamento pequeño donde vivían decidieron que el riesgo valía la pena y empezaron a buscar uno más grande, uno que los pudiera acoger tanto a ellos como a los libros.
Carlos es el primero en llegar. Me comenta que Ana se ha quedado un rato con personas interesadas en comprar algunas de las cosas que van a dejar al volver a Madrid. Los objetos tienen muchas historias que contar. Comprar algo que ha sido de otro tiene ese agregado emocional: comparmos también aquello que es parte de la vida de la otra persona. Sus méritos, sus deméritos. Algo así lo entiende Ana en su muro de Facebook (en su cuenta no figura su nombre para preservar el anonimato) pero cuyo propósito casi ha perdido por completo su objetivo pues ha publicado fotos de los estantes de libros, la mesita de noche o la lámpara que le permitió tantas lecturas para recomendarnos una vez detrás del mostrador, o a tu lado mientras descifraba tus gustos. En una de ellas aparece el sofá rojo en el que Ana escribe: “Este sillón está muy viejito, pero en él se han sentado algunos de lxs mejores escritxres de este continente”. Las fotos atestiguan la veracidad de lo escrito. Al llegar, Ana me diría que ella hubiera preferido poner algo así como: “Este sillón está muy viejito, pero en él se han sentado los culos de algunos de lxs mejores escritorxs de este continente”. Y la verdad es que suena mejor, claro.
¿Cómo describir a La Libre? Ana nos próxima a una posible respuesta cuando escribe en el libro Sexo al cubo: “Ahora tengo una librería, una librería pequeña. Es un espacio de encuentro, una plaza cubierta, un ‘en caso de catástrofe reúnase aquí’. Y ocurre, sigue ocurriendo. He visto a madres, por un lado, y padres, por otro, venir a refugiarse con bebés recién nacidos. He visto gente derrumbarse y llorar porque han tenido un mal día, porque ha muerto su padre, porque no pueden más. A mujeres que vienen solas, con una copa de vino, y se sientan a leer. A parejas antiguas y primeras citas”.
Los números iban bien, contradiciendo lo que podría significar un futuro efímero para una librería independiente. Buscaron, además, intentar abrir un local más. Esta vez en el CCPUCP, la librería que había sido durante años La Tertulia, se convertiría en Escena Libre. Este nuevo proyecto requería que el usual binomio que constituía Ana y Carlos se convirtiera en un equipo de seis personas al integrar a sus filas a Rodrigo Carbonell, Manuel Orbegozo, Camila Vergara y quien escribe estas líneas. Los problemas comenzaron, sin embargo, por una situación que no respondía a lo económico o tal vez sí. La ciudad crece y lo hace destruyendo su propio pasado arquitectónico, sus espacios de encuentro. Barranco practica su propia desaparición. Ya había sucedido con el Cinematógrafo, con las casas de José María Eguren o Martín Adán. Le sucede con sus playas y le sucedió con La Libre cuando tuvo que cerrar sus puertas debido al riesgo que significaba al que estaba sometido su local luego de que una constructora dañara seriamente su estructura, volviéndola vulnerable.
Fue un 19 de mayo en el que un grupo de lectores salieron a manifestar frente a la Municipalidad de Barranco. Reclamaban la ineficacia de ésta para defender la que era la librería de todos, que se proclamaba feminista –la primera en proclamarse como tal–, que tenía toda una sección dedicada a ello y que desde sus cuentas en redes sociales jamás se quedaron callados ante lo que consideraban eran atropellos a la dignidad de las personas, aunque esto pudiera significarles bajas en las ventas. La filosofía de nuestros amigos españoles es clara: una librería no es sólo un lugar de ventas.
Victoria Guerrero, poeta y activista feminista, la recuerda así: "Conocí la librería de pura casualidad. Resulta que el poeta Orlando Granda se convirtió en el primer cliente de La Libre al comprar mis Documentos de Barbarie (poesía 2002-2012) y, con ese gesto, mi libro se convirtió en una especie de buen augurio. Luego, la visitaría con frecuencia, tanto como cliente, como para dejar libros de Intermezzo. Ellos, siempre cálidos y abiertos, me recibieron con mucho cariño. Pero yo soy un hueso duro de roer y no fue sino hasta que se formó el Comando Plath que mi amistad con Ana se estrechó. A veces pienso que este país no es lugar para gente buena. Igual, a pesar de todo, removieron esta ciudad colonial y misógina. Y eso vale oro".
La Libre era un refugio, un espacio de goce, una trinchera feminista que a su cierre convocó a muchas personas en su defensa. Ahora, las cervezas vienen a la mesa como testigos de una breve despedida a los amigos que se van y nos dejan tanto. Por ello, también, dejan ese vacío que conocemos cuando alguien querido ya no está a la vuelta de la esquina.
A su salud, amigos.
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