Rodrigo Ahumada | 18.05.2025

Escrito por Rodrigo Ahumada
Hay un cuadro que todos conocemos, un pintor que todos elogiamos. Podemos reconocer sus cielos estrellados y aquellos girasoles. Un retrato al que le falta una oreja y una vida llena de circunstancias de aparente encierro, pero con un deseo… un deseo de afecto profundo.
Por cuestiones de la vida mi querida prima Maru me heredó un cuadro de Van Gogh. Una pintura aparentemente inocente, que con el paso de los años se volvió un objeto de culto en todos los espacios que habité. Porque, como buen migrante, nunca he tenido un hogar constituido (y eso se ve reflejado en mi imposibilidad de sembrar un amor profundo en un solo lugar). En mi vida me debo haber mudado más de trece veces, e intuyo que seguiré moviéndome, intentando hacer de los espacios que me encuentran una casa.
Esta imagen me ha confrontado las últimas semanas, tanto que necesito escribir esto. Con el paso de la vida uno se acerca a los objetos desde distintos ángulos. Lo mismo pasa con ciertos cuadros, con ciertas canciones, con ciertas personas. Hay obras que parecen inofensivas, casi anodinas, hasta que un día, sin previo aviso, empiezan a gritar.
Eso me pasó con El dormitorio en Arlés (1888). Durante mucho tiempo lo vi como un cuadro “sencillo”: una cama, un par de sillas, una jarra de agua. Una escena doméstica, casi infantil. Pero con los años, con las pérdidas, los duelos y los amores, algo en esa imagen empezó a cambiar. No la pintura, sino mi modo de habitarla con la mirada.
Hoy ya no veo en ese cuarto un refugio. Hay algo que se descompone en la perspectiva, algo que no encaja del todo. Las líneas tiemblan, los objetos están torcidos. La cama no invita al descanso, sino a una tensión contenida. Como si Van Gogh hubiese querido mostrarme que incluso en los espacios más íntimos puede habitar la incomodidad. Y que muchas veces nuestra cotidianidad no es sinónimo de calma, sino de contradicción. Así me siento últimamente: en un cuarto que fue mío, pero que ya no me permite descansar.
Mientras miraba de nuevo El dormitorio en Arlés, recordé una carta que Van Gogh le escribió a su hermano Theo. Siempre me estremeció, pero esta vez, sus palabras me cayeron como una verdad que ya estaba en mí y no podía decir:
"Existe también, lo sé, la libertad, la libertad tardía... No sabremos decir nunca qué es lo que nos encierra... Tú sabes cómo puede desaparecer la prisión. A base de afecto profundo, serio. A base de ser amigos, ser hermanos, amar: así se abre la prisión como una fuerza soberana, como un encanto poderoso. Pero el que no tiene esto permanece en la muerte."
Siento que Vincent no hablaba solo de prisiones físicas. Hablaba de un encierro más complejo: aquel que construimos con nuestras elecciones, con los amores que nos atrapan y nos ciegan.
Entendí que mi habitación —esa que me acompañó durante años en forma de cuadro heredado— también podía ser una celda si no me permitía sentirme libre en ella. Y que el afecto verdadero no exige renuncias absolutas ni pone condiciones para abrir la puerta. El afecto verdadero no pide que dejes de ser tú. O eso creo que es el afecto verdadero.
A veces, la exigencia disfrazada de cuidado es solo una forma de control. Y cuando uno cede constantemente para sostener el vínculo, el amor deja de ser un espacio de reposo y se convierte en un campo minado.
La cultura nos ha hecho creer que el sacrificio es un componente inevitable del amor, que uno debe ceder, renunciar, transformarse. Pero hay una diferencia entre negociar y desaparecer.
Lo entendí tarde, como Vincent, quien pintó su cuarto no como era, sino como quería que fuera: un lugar de orden, de reposo, de belleza esencial. Una habitación donde nadie imponga, donde la calma no se mendigue.
Este cuadro es también un reflejo de su deseo de cuidar de sí mismo, de organizar su vida de una manera correcta, incluso cuando el mundo interior se tambaleaba. Hasta ese momento, solo había vivido en lugares transitorios y nunca había logrado establecerse de forma permanente. En Arlés, intentó construir ese refugio, esa posibilidad de orden. Pintó tres versiones de esta habitación, y diez meses después de la última, se suicidó.
No sé con certeza qué motivó a Vincent a pintar esa habitación así, con esos ángulos que se tuercen y esa cama que parece vencerse hacia un lado, como si algo estuviera a punto de caerse. Pero sí sé que eligió representar su espacio más íntimo.
Quizá por eso, más de un siglo después, ese cuarto sigue hablándome. Porque cuando lo miro, no estoy viendo solo el pasado de un pintor atormentado, sino también mi propio presente. Ese lugar donde antes encontraba descanso y que ahora me resulta ajeno, incómodo, en ruinas.
Tal vez los cuartos no son eternos, ni nuestros vínculos tampoco. Pero el gesto de volver a mirar, una y otra vez, de sostener la imagen incluso cuando se vuelve extraña, es también una forma de resistencia. Porque hay algo profundamente humano en mirar lo roto y, aun así, intentar comprenderlo.
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