'Hamlet': La pasión y la locura encarnadas por Fernando Luque

Fernando Luque asume la responsabilidad de interpretar a Hamlet, príncipe de Dinamarca | © Javier Gragera

Crítica de teatro por Javier Gragera

Nunca es fácil enfrentarse a un texto como Hamlet, sobre el que recae el peso de la tradición y la responsabilidad de tener que estar a la altura de la genialidad de su autor, el dramaturgo William Shakespeare. Para empezar, uno se ve expuesto frontalmente con el imaginario colectivo, donde pocas frases tienen una resonancia tan elocuente como esa que ya forma de la cultura pop de todos los tiempos: Ser o no ser. Todos creemos conocer Hamlet, al menos porque todos relacionamos esa frase, Ser o no ser, con una idea sobre el teatro, sobre lo que debe ser un monólogo, sobre cómo se construye un personaje dramático. Hamlet le pertenece a todos los que aman o tienen cierta simpatía por el teatro, y ponerla en escena siempre supone un gesto de valentía, un reto mayor. Orson Welles dijo una vez que “todos hemos traicionado a Shakespeare”. Una suerte de confesión pública de sus propios errores —el cineasta llevó a la gran pantalla 3 películas que eran adaptaciones de las obras de Shakespeare—, que no hacía otra cosa que subrayar una idea compartida por muchos: no hay nada más difícil para un director que trabajar con el texto de una obra maestra.

Ahora Hamlet regresa a la escena limeña de la mano del Teatro Británico, que con esta producción pone broche de oro a un intenso ciclo de actividades para conmemorar los 400 años de la muerte del dramaturgo inglés. Una importante apuesta en la que la responsabilidad de la adaptación y dirección del montaje recae en una dupla de reconocidos directores nacionales: Roberto Ángeles y Carlos Galiano. Junto a ellos, se presenta un plantel eminentemente masculino y joven, en el que resulta inevitable destacar a Fernando Luque, el encargado de dar nuevamente vida a Hamlet, príncipe de Dinamarca, como ya hicieron con anterioridad actores como Bruno Odar, Edgar Saba y Paul Vega.
 

Hamlet trata básicamente sobre Hamlet, dueño, víctima y fantoche de su propia tragedia. En esta adaptación, que en líneas generales es fiel al libreto original, nada de esto cambia. Su trama se centra en Hamlet, como personaje nuclear de la historia, el auténtico motor de una dramaturgia que empieza a carburar cuando se enciende la chispa de su poderosa arquitectura interior —tan llena de sobresaltos emocionales y de complejos meandros metafísicos— que dan pie a monólogos memorables.

En este sentido, la responsabilidad que tiene que soportar Luque como actor al frente de todo el elenco es enorme. Y la buena noticia es que el joven actor sale indemne de semejante desafío. Luque logra hacer probable a Hamlet, por muy absurdo que parezca dar vida a ese personaje histérico y descabellado que insiste en apelar al público para desahogarse de sus emociones, para hacer constantes confesiones públicas de sus planes maquiavélicos o para divagar incansablemente sobre profundos y obtusos dilemas existenciales. Es cierto también que por momentos Luque se deja arrastrar por picos de sobreactuación que le restan legitimidad a su personaje, al que se le podría exigir momentos de más mesura y menos ímpetu, pero son pocas las veces que resbala y muchas las que se apodera con prepotencia y desparpajo del escenario.

De hecho, la pujante interpretación de Luque es la que le otorga su verdadera dimensión a todo el cuadro, mientras que el resto del reparto, como era de esperar, no pueden hacer otra cosa que orbitar a su alrededor. Tal vez por eso da la sensación de que algunos actores se sienten maniatados o desaprovechados, como es el caso de Leonardo Torres Villar, cuya presencia escénica, por lo general poderosa y seductora, se muestra en esta ocasión diluida, casi tan invisible y volátil como la del fantasma del rey muerto, interpretado por Christian Thorsen; o por el contrario, otros actores se muestran excesivos y carentes de fluidez en su discurso, como puede ser el arranque de locura que protagoniza Ingrid Altamirano cuando se entera de la muerte de su padre o los puntuales desgarros emocionales de Katerina D’Onofrio, que pasa de la frialdad absoluta en las primeras escenas a una repentina pasión posterior que se antoja impropia de su personaje.

En cualquier caso, aquí el trabajo actoral está condicionado a un libreto original que impone estos bruscos requiebres en el arco dramático de sus personajes. Tal es así que incluso nosotros mismos como espectadores podríamos invocar el mea culpa al ser incapaces de aceptar las viejas reglas de un juego narrativo que sí eran válidas en la Inglaterra isabelina de principios del siglo XVII, donde, parafraseando al dramaturgo inglés Peter Brook, “la violencia, la pasión y la poesía eran inseparables”.
 

El trabajo de dirección de Ángeles y Galindo destaca positivamente en el tempo que le han sabido imprimir a una obra que es larga —más de 2 horas de duración—, pero que, sin embargo, resulta ágil y se desarrolla a buen ritmo. Las transiciones entre escenas suceden como comas en un texto: dan aliento al espectador, pero apenas interrumpen la narración. A ello ayuda una escenografía reducida a su mínima expresión y a un eficaz juego de luces, que logran construir con elegante sencillez los distintos espacios simbólicos de la obra. Las luces imprimen texturas y formas sobre un escenario desnudo cuyas paredes y columnas están pintadas de negro, como si se tratasen de la arquitectura lúgubre de un castillo arcaico y maldito. Lo nefasto de la tragedia de Hamlet, por tanto, también se puede evocar en el telón de fondo de este escenario, que se siente como una sombra permanentemente adherida a la espalda de los actores.

La sala llena durante sus primeras semanas en cartel podría servir como el indicio más sólido para argumentar el éxito de este montaje de Hamlet. Sin embargo, no debemos olvidar que este es un título con cierto carisma marketero, que siempre suele disfrutar del beneplácito de una audiencia cautiva atraída por los grandes clásicos de la dramaturgia universal. ¿Se podría decir que una vez más se ha traicionado a Shakespeare con esta adaptación de su obra, tal como vaticinó Orson Welles? Tal vez la respuesta sea inevitablemente sí, sobre todo si pensamos en una escena final donde el artificio teatral resulta más evidente y resta veracidad a la descomunal tragedia que tiene lugar sobre el escenario.

Al menos podemos rescatar el aporte positivo de un Luque que ha sabido estar a la altura de su personaje y el notable trabajo de Ángeles y Galiano, quienes han dirigido esta adaptación con la certeza de que cualquier visión personal de una obra nunca podrá ser más importante que la obra misma. Y detrás de esa humildad se esconde el genio de dos grandes directores de teatro.

Hamlet se presenta en el Teatro Británico hasta el 19 de diciembre 2016, con funciones de viernes a lunes a las 8 pm. Precio de entrada: General S/60; Jubilados S/40; Estudiantes S/30.

Comentarios

Nunca vi un Hamlet tan parecido al WASON. Nunca vi un Hamlet más Quijotezco. Nunca vi un Hamlet más plano hasta el punto donde el momento de su locura es impercibible. Nuca vi a la madre de Hamlet tan sosa. Pero he visto mucho arte que busca ser un éxito con estrategias de este tipo.

Añadir nuevo comentario