'La región salvaje': Más allá del principio del placer

¿Me dejará la muerte gritar como ahora?
Orgasmo, José Watanabe

Reseña escrita por Diego Arévalo

Imposible comenzar esta nota sin evocar El sueño de la mujer del pescador (1814, Hokusai). Se trata del famoso grabado en el que un pulpo –o varios pulpos– tienen inmovilizada a una mujer por todos y cada uno de sus lados. Por arriba y por abajo; por atrás y por adelante. Sin dejar uno solo de sus tentáculos libre, llevando a su víctima a sabe Dios qué cielos –o qué infiernos–, descubrimos al molusco mayor aplicándole un desenfadado cunnilingus. Ignoro los análisis que se han hecho sobre esta perturbadora obra –aunque es una imagen que lo dice todo– pero la verdad es que nada mejor que aquella representación monstruosa –zoofilia– para entender nuestra naturaleza humana en relación al sexo y el placer; sobre nuestra voluptuosidad y nuestro amor por el infinito.  

La región salvaje (2016), del realizador mexicano Amat Escalante, explora ese lado cavernario del ser humano y del que no podemos –ni podremos– librarnos por una cuestión bastante simple: el cuerpo. Calabozo del espíritu, Mallarmé canta en uno de sus poemas:

La carne es triste, ¡ay!, y yo que todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir, muy lejos!...

Pero muchos de nosotros no alcanzamos a huir. Y eso es lo que le sucede a los protagonistas –son varios– y no importa si eres hombre o mujer, ni cuál sea tu tendencia sexual. Da lo mismo. Con tal de poseer nuestro objeto de deseo, algunos estaremos dispuestos a ir más allá del bien y del mal. En pleno trance irracional, sometidos a nuestras pulsiones más bajas, el rico metal de nuestra voluntad se ha evaporado, dejando a un lado nuestra identidad –la razón– para dar lugar a la bestia (el pulpo en cuestión o tu animal favorito).

En las profundidades del bosque
Claro que estos impulsos pueden ser sanamente dosificados para llevar una vida normal –por definirla de alguna manera–, pero no es el caso en esta película. Aquí, en el lecho de una pareja normal –y con familia feliz–, somos testigos de uno de los “mañaneros” más patéticos que se haya visto en la historia del cine. A la mujer, el sexo ni siquiera le sirve para despertarse y, mientras se da una ducha, la vemos masturbarse. De pronto, el horror cotidiano: los niños. Irritada por el onanismo interrumpido, esta mujer no tiene ni la más mínima idea de lo que la espera en las profundidades del bosque.

En las profundidades del bosque hay una cabaña. “Lo que está allá en la cabaña es la parte primitiva de todos”, dice uno de los personajes. Esta clase de metáforas me tienen fascinado. Recuerdo dos casos: la primera novela de Onetti, El pozo (1939), y Carretera Perdida (1997), de Lynch. En estos tres casos, las cabañas ocultan algo más difícil de descifrar que el dilema del huevo y la gallina. Pero algo sí se tiene claro: tienen que ver, necesariamente, con el sexo y la muerte.

Además de mostrar a flor de piel nuestra –preocupante, fatal e inevitable– condición humana que nos acompaña a través de los siglos como si fuéramos camélidos en el desierto, la película logra un contraste fascinante entre el planteamiento realista y fantástico de los acontecimientos por los cuales zigzaguea. El misterio de lo que se oculta en el bosque se alarga durante casi una hora y, hasta cierto momento, la película pareciera tener la forma de un thriller. Mientras somos testigos de algunos de los vicios y dramas que viven los protagonistas en el mundo cotidiano; en el otro, en medio de la arboleda, está la fuente: la verdad que nos hará ver la luz.

Si existiese un cielo para la materia, esa cabaña sería el Empíreo al que quisiera aspirar el Cuerpo. Sea para bien o para mal, en un momento del film, un personaje le dice a otro después de su visita por el recinto: “Me hace sentir tan bien que me mata el odio y el resentimiento”. Que mata el odio y el resentimiento. Que mata. Que los mata.   

Y, por supuesto –para reforzar la idea de eternidad–, no podían faltar las capturas de la naturaleza: cielos, nubes, campos, arroyos, árboles, raíces, bosques; todos filmados de manera esplendorosa. Por mi cabeza pasaron la estética de tantos directores –clásicos y contemporáneos– que resultará inútil mencionarlos. Solo puedo decir que Escalante coge lo que más necesita de ellos y lo aplica en su película con maestría. Las tomas sombrías del bosque y la cabaña adicionadas a única música siniestra y omnipresente, constituyen una buena dosis de tensión para el espectador.

Película esencialista
A pesar de que el director parece dejar atrás los temas mexicanos localistas de sus anteriores películas (narcotráfico, violencia, corrupción…), aún deja salir a la superficie ciertos temas urgentes y cavernarios a los que estamos acostumbrados: el machismo, la homofobia y la violencia de género. Sin embargo, ahora se ha metido de lleno en un tema universal –sexo y muerte–, y así encuentra y aterriza una alegoría más que tenebrosa. En realidad, esa cabaña está en el interior de cada uno y depende de nosotros –¿de nosotros?– la frecuencia de nuestras visitas.

Uno de los detalles que más logrados del filme es que no te advierte de nada. No te dice: “Cuidado” o “Por aquí no es”, sino que, simplemente, enuncia: “Así es”. Sin embargo, salen a la superficie. La región salvaje es de las imprescindibles del 21 Festival de Cine de Lima. Un espejo como pocos que ahonda en una de las pulsiones más atávicas, misteriosas y salvajes del ser humano. 

 

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