Duque por un día

© Duque, José Diez-Canseco

En 1934, José Diez Canseco publicó la novela Duque, un retrato mordaz de los privilegiados habitantes de la otrora Ciudad Jardín. Como nuestra querida Lima acaba de celebrar su 484° aniversario, recordamos las costumbres de la clase alta de los años veinte a través de la mirada del Duque. 

La rutina comenzaba entre las 9 am y el mediodía, con una tocada de puerta del criado, quien, previo permiso, ingresaba a la habitación del niño de la residencia: un pelafustán de veintipico años. Toribio, el desayuno. Urgente, algo para la resaca. Toribio, el traje azul, Toribio ¡el auto! Y el servicio doméstico se ponía en marcha para que el mancebo gozase –¡como la gente!– su existencia en Lima, que no era París, pero que al menos tenía su Palais Concert, confitería construida por la compañía de Gustave Eiffel –el de la torre–, y que servía como punto de encuentro de la intelectualidad –Valdelomar, Mariátegui y Vallejo– y de toda clase de poseros (siempre los hubo).

Los almuerzos durante el oncenio de Leguía confirman la conexión entre nuestro gentilicio y la gula, una relación tan intensa como la de los corazones de vaca y los palitos de anticucho. Cien años atrás, nuestros antepasados ya se jactaban de los potajes nativos, y, sin duda, si hoy los estómagos capitalinos sobreviven a un letal combinado de Chanfainita con Cebiche y Papa a la Huancaína (más ají) es seguramente por uno de esos procesos evolutivos que bien explicó Darwin. Hemos desarrollado un estómago de hierro (Iván Thays sería la excepción):

–Es perfectamente normal –replicó don Pedro–. El señor (señaló a Teddy) acaba de llegar de Europa. Y trae el alma galga por el sancochado y el arroz con pato. La cocina, acaso usted lo ignora, leal servidor del régimen, es el más alto exponente de la nacionalidad. Los franceses, ligeros y frívolos, inventan bocaditos inconsistentes; los ingleses, prácticos y sanguíneos, el pórrich, el rosbif. Los alemanes, pesados y brutos, el chucrú nauseabundo y la cerveza filosófica; nosotros…

Las cenas de los Ladrón de Tejada tenían fama. El doctor, jefe de la familia, era el más formidable glotón e insuperable cocinero que podía lucir esta ciudad de comilones. Y aquella cena, ofrecida por Grimanesa Ladrón de Tejada, y en la que sus comensales debían gustar la crema de camarones, fue cocinada toda por su gordo esposo. Hors d’oeuvre, la crema, el pescado, el pastel, el pavo, el queso, la ensalada de frutas avivada con marrasquino, el postre de moka y ron de Jamaica.

Más tarde, un paseo por el Jirón de la Unión y, como si nada hubiese cambiado en un siglo, la descripción del pasaje en Duque calza con su aspecto actual (nunca tan de pesadilla). Movimiento, electricidad, lustradores de zapatos e infames cireadores, prueba de que el acoso es mal endémico en estas calles. También el raje y una ridícula homofobia. Sin duda, el hating: un deporte nacional.

Plaza Zela con ciertas reminiscencias europeas. Sobre la derecha, San Martín contempla a las patas de su caballo rengo el mejor negocio peruano. Anuncios eléctricos faltos de atracción: Jabón Orión, leche St. Charles, lámparas Philips, cerveza Cristal, Dodge Bros (…) Son ya las seis. Las gentes se escapan de las oficinas y hogares para exhibirse en la hora vesperal y anodina. Espeso hormiguero opaco. Ociosidad ambiente. Los mozos agrupados en las esquinas, en las puertas de los bares, gritan que no tienen qué hacer, qué gozar, qué querer. De vez en cuando, un piropo subido. Displicentes y descocadas, busconas mal vestidas. Muy serias, busconas bien vestidas (…) Vitriolas que desmayan tangos y valses.

Saludos, sonrisas. Discretas miradas indiscretas de las muchachas al grupo tarambana. Ojos empujados hacia dentro por una envidia lógica a los trajes ingleses. Comentario procaz.

–Debe ser algún marica que ha llegado de Europa. Va bien vestido…

Y como en los años veinte no había televisores, el tedio se quemaba con cartas (bridge) y el (hoy cantinero) cachito. Otros pasatiempos eran el golf, el tenis, la cabalgata. Y las corridas de toro en Acho. No obstante, los personajes de Diez Canseco tendían a la bohemia, y los atardeceres los encontraban con un gin con gin o un whisky con soda en bares como el Morris o en el Palais Concert o Club Nacional o Country Club, donde las rodillas de hombres y mujeres se friccionaban bajo las mesas de dichos espacios (de apareamiento) para especímenes semejantes o socialmente compatibles, pues otra observación de Duque es la exaltación de lo extranjero (menos en la gastronomía) y la sospecha por lo serrano:

Rosita Ráez, todavía con dejos de un Puno primitivo y lejano. Su hermano Jorge, procurando disimular la furiosa soltería de ella tratándola con diminutivos. En los dos, el mismo olor agraz de sierra que Coty no lograba disimular.

Otro detalle pintoresco de estos voluptuosos gentlemen de Lima es su peregrinaje por los santuarios de focos rojos, aquel ir y venir por la calle de Patos, “donde sonreían las rameras con bocazas pintadas, con el seno desnudo, con los ojos mortecinos y opacos. Invitación marsellesa:

–Vengue, guiquito… Una cochinadita, vengue, ¿quiegue?”.

En esas alcobas comunales, reinado de una francesa llamada Lissette, los aristócratas se despojaban de sus ternos importados, se lavaban en bidets de fierro aporcelanado y retozaban frente a pósters de Gloria Swanson (estrella del cine mudo), oyendo susurros gangosos, “diminutos arrulladores: mon petit chien, ma petite rat”. Y tras la liberación del cuerpo, los boys recalaban en la calle Capón, a destrabar la mente en un fumadero de opio regentado por un chino. Esta es la parte de Duque en que Diez Canseco literalmente desnuda a la clase alta, les arranca sus costosas telas de la piel, los sustrae de su entorno y los coloca en suelo plebeyo, y entonces los muestra como son en realidad: decadentes, pura apariencia: ilustres limeños de espíritus corrompidos, como cualquier otro. Quizás esa metáfora eleva la debatible calidad de su prosa. De todos modos, Duque es un libro que merece ser leído con urgencia por quienes quieran interpretar mejor el presente de Lima, ya que funciona cual espejo.

Lastimosamente, algunos de los sitios visitados por Teddy Crownchield (protagonista de Duque, personaje gay memorable de la literatura peruana) y compañía ya no existen. Por ejemplo, el entrañable Palais Concert ha devenido en una tienda por departamentos (que comienza con R y termina en Y), pero quien quiera, por un día, entregarse al placer como aquellos limeñazos de antaño, aún es posible visitar el Bar Inglés del Country Club, donde –dicen– se sirve uno de los mejores chilcanos.

Toribio, ¡el traje azul!

Pd. Asistir con la mejor corbata.

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